TLtas acusaciones de sexismo en la información de los Juegos Olímpicos son justas. A fin de cuentas, un alto porcentaje del contenido que transmiten los medios es de calidad ínfima, cuando no calificable de completa basura. Sin embargo, no basta con realizar esa afirmación. Hay que ir más allá. Muchas deportistas, muchos deportistas, utilizan la exhibición de sus cuerpos para ganar más dinero. Es el caso, por ejemplo, de Paola Pliego , esgrimista mexicana que ha posado desnuda en diversas ocasiones. Paola, y cualquier otro deportista -Cristiano Ronaldo es experto- están en su derecho de hacerlo. Pero a partir de ese momento ya no son solo deportistas. Son también modelos. Y los espectadores están en su derecho de admirarles por su buen hacer en las canchas o por su belleza.

Mediante este razonamiento lo único que pretendo es llegar a la raíz del problema, que es común a la raíz de otros muchos problemas, y que se resume en una idea fuerza: la sociedad adulterada. Los deportistas ya no son solamente deportistas, del mismo modo que los periodistas ya no son solo periodistas, ni los políticos solo políticos.

La sociedad adulterada da lugar a comportamientos adulterados, a ciudadanos adulterados, a instituciones adulteradas y a gobiernos adulterados. El problema no está en las flores marchitas de los árboles a las que, por comodidad, estamos acostumbrados a mirar, sino en la raíz enferma que yace muchos metros más abajo.

Cuando me gustaba el fútbol porque aún era un deporte, no se me pasaba por la cabeza admirar a mis ídolos por otra razón que no fuera la capacidad de inventar algo nuevo con la pelota en los pies. Lo real del fútbol, lo real del deporte, es uno de los espacios humanos de mayor belleza. Lo real adulterado no.

XNO RECUERDOx haber admirado a ningún periodista por la ropa que llevaba, por su legitimidad para venderme una compañía de seguros o por su capacidad de seducción en una portada de un suplemento dominical. Me fascinaban sus palabras escritas, su oratoria persuasiva, su modo inconfundible de contarnos lo que pasaba ahí fuera. Antes, los Sanfermines se conocían por la impronta que dejaron en uno de los grandes novelistas estadounidenses del siglo XX, Ernest Hemingway , y ahora se conocen por las agresiones sexuales abundantemente utilizadas por los medios como gasolina para la publicidad de la que viven.

Antes, los álbumes de fotos familiares eran reductos íntimos y extraordinariamente mimados que se utilizaban para amenizar reuniones privadas donde los viejos recuerdos formaban una parte más, y muy querida, de una vida compartida. Ahora, las redes sociales se inundan de efímeras instantáneas de parejas antes casi de serlo, en una especie de carrera sin fin por demostrar que son más felices que los demás, y que suele acabar en bloqueos mutuos al cabo de un tiempo con tal de no volver a ver jamás esas fotos.

No recuerdo haber admirado a ningún político porque llevara traje o vaqueros, mochila o bolso de piel de serpiente, coleta u orgullosa calvicie, bigote o escote. Me sugestionaban su capacidad de convicción y las emociones con que lograban que hiciera míos sus anhelos.

Son todo síntomas, y podríamos seguir ad nauseam, de la sociedad adulterada. Una sociedad donde importa menos el contenido de una reunión política que el tuit que se publica después; importa menos el rigor de una noticia que los tirantes del periodista o el peinado de la periodista; mucho menos los goles que los fuertes abdominales del futbolista, mucho menos el toque con coupé de la espada que el bonito culo de la esgrimista; y, desde luego, importa mucho menos la verdadera felicidad tras la puerta que la felicidad fingida de las fotos puertas afuera.

En 1968, el filósofo de raíz marxista Guy Debord ya nos lo advirtió en una de las obras capitales del pensamiento contemporáneo, La sociedad del espectáculo: "El espectáculo somete a los seres humanos en la medida en que la economía los ha sometido ya totalmente". Y qué son las fotos y los cuerpos bellos y las corbatas y los tuits, sino espectáculo.

Y así llegamos a Marx , que en el siglo XIX nos contaba el extrañamiento del trabajador respecto de su mundo (alienación) por la pérdida de control sobre el producto de su trabajo, es decir, por la adulteración del proceso de producción donde lo real (el trabajo) es convertido en pura imagen falsa (el dinero). De modo que, llegado este punto, lo único que podemos desearle a la civilización capitalista -porque eso somos, y no otra cosa- es que tenga el mismo destino que todas las sociedades adulteradas y, por tanto, decadentes: que muera de éxito. Cuanto antes.