Venimos agobiados del súper, o de vacaciones cargados de maletas, con ganas de llegar a casa. No funciona el ascensor. Nervios. Al fin se arregla, tras el disgusto. Es la primera contrariedad al estropearse algo vital, diariamente, desde el invento, en 1867, de los primeros elevadores hidráulicos, previos a los eléctricos, del francés Edoux, para la exposición universal de París.

Precioso artilugio, sobre todo para ancianos, minusválidos y amas de casa con bolsas de la compra. ¡Con él suben la bombona de butano, el nuevo televisor o el carrito del niño! Giro copernicano en calidad de vida. ¿Qué haríamos sin él ante un rascacielos? Y sin él ¿alguien compra una vivienda? Urge, pues, escribir la "Historia de un ascensor", como Buero Vallejo escribió la "Historia de una escalera". Aunque ésta, con ilusiones y rupturas familiares, fue más cálida que el ascensor, dada la fluida cercanía entre inquilinos, pues, en sus rellanos, se cotilleaba, los novios se besaban o servía para el descanso.

Pero el ascensor es mucho más útil, a pesar de que, a veces, sólo se dice: "¿a qué piso va?", o "¡qué mal tiempo tenemos!".O se confía: "¿sabes lo de fulano?". Sólo los estudiantes, camino de sus clases, ponen más alegría, entre algún saludo o frase impersonal. Lo peor es cuando dos vecinos no se hablan. Los minutos son siglos. O cuando dices "buenos días" y nadie contesta (sic). ¿Dónde están los "buenos días nos dé Dios, de antaño?"

Y aunque no sea necesario rito tan exquisito, no puede haber tal descortesía. Un paisano lo atiborró de humo, tras tirar la colilla, mas se fue, veloz, impunemente. Pero todo se complica más cuando nos quedamos encerrados en él. "La cabina", de López Vázquez , irrumpe de súbito. Angustia. Les damos a todos los botones. ¡Portero? No lo hay, es estirpe en extinción; sólo está el automático, que no funciona. Al final, el técnico nos salva. Sin embargo, todos lo tomamos al hacernos más fácil y cómoda la vida. Pero que el ascensor nunca sea para un desahucio...