TMte gusta lo que dice este Papa. Me gusta lo que dice y su forma de presentarse ante la gente. Lejos de la untuosidad empalagosa a la que nos tiene acostumbrada una buena parte del alto clero. Normal y cercano, sin estudiados gestos y sonrisas. Alejado de remilgos y amaneramientos, el papa Francisco es como aire fresco. Hablar de Dios no precisa de una mirada de éxtasis como si se tratara de una composición del Greco , es hablar de justicia con firmeza, con una sola vela encendida; la otra, la que la Iglesia ha acostumbrado en muchas circunstancias y momentos de la historia poner visible ante el poder, debe permanecer apagada. Solo así llegará el mensaje, sin distorsión ni hipocresía, a los más pobres de la tierra.

Por eso me gusta Bergoglio, porque se aleja de la afectación, porque destierra la imagen del Jesús de la resignación que a tanto prelado ha interesado trasmitirnos. Me gusta porque recuerda que Jesús fue fuerte y quiso cambiar el mundo. Me gusta porque los gestos son importantes y los suyos son sencillos sin la sencillez afectada del jactancioso. Me gusta porque transmite la impresión de que se siente hombre antes que vicario, un hombre que sufre al mirar a su alrededor y ver tanta parafernalia, arrogancia y complacencia.

Coincido con el criterio de Pablo Ordaz , enviado del periódico El País a Río de Janeiro, cuando dice que al papa se le nota que "le cargan sus colegas afectados, pagados de sí mismos, príncipes de una Iglesia altiva y alejada". Coincido. No sé a qué le recordará a la gente de otros países, pero a mí me recuerda a la Iglesia triste, de dedo amenazante y falsa sonrisa de nuestra larga posguerra.

Ningún momento es mejor que otro, en todos se necesitan líderes inteligentes y sonrisas verdaderas, pero en este que vivimos es especialmente importante contar con seres humanos buenos que hablen y trasmitan con fuerza sus pensamientos para que lleguemos al convencimiento de que, si nosotros cambiamos, el cambio es posible.