Me conmueve aquel cartel que miro de soslayo al entrar al metro. Una señora de ojos tristes, por entre la persiana, dirige su mirada hacia la calle.

La frase: «Nunca me habría imaginado que lo peor de hacerse mayor fuera la soledad». Siento un escalofrío cada vez y por un instante el miedo me invade. No conozco un sentimiento peor al del abandono, antepuerta de la soledad.

En Gran Bretaña, el gobierno de Theresa May ha anunciado un ministerio de la soledad. La primera ministra la ha definido de una manera muy sencilla: no poder hablar ni compartir los propios pensamientos con nadie.

Hay nueve millones de personas que dicen sufrir soledad. En Canadá, ese país civilizado y moderno, una cuarta parte de su población también se siente sola. En Estados Unidos las cifras alcanzan el 40%.

La soledad afecta a personas de todas las edades, no solamente a las mayores. Y no es nada buena. Los especialistas en salud pública aseguran que es tan perjudicial como fumarse 15 cigarrillos al día y que aumenta la probabilidad de tener problemas con el corazón y una muerte prematura.

No estoy segura de que sean los gobiernos los que deban ocuparse de nuestra soledad. Pero aplaudo la iniciativa de May, porque promueve que nos sinceremos socialmente.

Es tabú admitir que te sientes solo. Y preguntarlo, una injerencia imperdonable. En cambio, esta misma semana he visto llorar a un actor de éxito en el plató de televisión, confesándome en El diván, que se había sentido tremendamente solo, abandonado por su madre. La soledad es mala consejera, nos desdibuja y daña nuestra actitud vital.

No le compro a Georges Moustaki aquello de que nunca estaba solo con su soledad. Es una letra que está bien para una canción de corte melancólico.

Pero si tenemos la valentía de mostrarnos tal cual somos y decirle a un amigo que queremos charlar con él porque nos sentimos solos, es altamente probable que, después de una perturbación momentánea, el efecto espejo obre en él una gran y sana complicidad.