Todos los días cojo el metro para ir al trabajo, y lo hago a diferentes horas, gracias a cierta flexibilidad laboral y a mi desacompasado ritmo de sueño. Cuando voy temprano, los vagones están atestados de trabajadores que se dirigen puntuales a sus correspondientes oficinas; si me muevo pasada la hora punta, entonces se trata de mendigos, parados, y algunas mujeres cargando a sus bebés en brazos. Los primeros están imantados a sus teléfonos; entre el grupo heterogéneo del segundo turno los hay concentrados en las maravillas de la minúscula pantalla, pero también con la mirada perdida, a veces buscando respuestas en los carteles que cubren las herméticas paredes del vehículo: «¿estás solo? ¿sufres depresión? -llama ahora y participa en nuestro estudio; tratamiento y asesoramiento psicológico gratis». Estos pósters, que venden los experimentos científicos como cobertura sanitaria y ofrecen una mínima compensación económica a quien se brinde a hacer de conejillo de indias, suelen centrarse en la soledad, el aislamiento y la desesperación como problema de salud pública que, a su vez, la sanidad privada podría subsanar. Observo su potencial dañino; quiénes son los desdeñan sus reclamos y quiénes se fijan en ellos; estos últimos, qué hacen después de mirarlos: dirigir la vista a los niños.

Un estudio publicado recientemente reveló que la mitad de la ciudadanía estadounidense padece soledad, y que esta dolencia equivale a fumar unos 15 cigarros al día en cuanto que destruye el sistema inmunitario y predispone a contraer otras enfermedades de la misma forma que lo hace el tabaco. El problema, que parece afectar a gentes de distintas clases sociales, es tachado de epidemia, y sólo desde la medicina se describe y analiza, considerándolo un asunto más individual que colectivo. Podría existir, por ejemplo, un explicación que cuestionase la merma de los derechos laborales y la explotación a la que están sometidos tantos trabajadores, en muchos casos pluriempleados, a los que no les queda tiempo para interactuar con su familia o amigos; o que denunciase la falta de bajas de maternidad y de guarderías a precio asequible que obliga a miles de madres a dejar de trabajar y las condena a quedarse en casa. Podría, también, darse un discurso coherente desde el urbanismo: que de la clase media para arriba sus miembros elijan vivir en barrios residenciales donde el contacto humano brilla por su ausencia no debe en nada contribuir a la desaparición de este desasosiego. En su lugar, los hospitales, las farmacéuticas, y las empresas que venden abrazos y amigos de alquiler para fiestas y otros eventos, todas ellas corporaciones, se han encargado de llenar un espacio que debería corresponderle a la política. En el mejor de los casos, las distintas congregaciones religiosas efectúan esa tarea, y me atrevo a pensar que este hecho se debe a la falta de otras formas organizativas, desde los sindicatos a las asociaciones de vecinos, pasando por el botellón.

Afirmaba la filósofa Hannah Arendt que la soledad es el territorio común de todo régimen totalitario. No se trata únicamente de mantener al individuo aislado de los demás, sino de provocar un sentimiento de desarraigo, una carencia de pertenencia al mundo, que destruye tanto la vida pública como la privada. Que un 50% de la población del gigante americano se sienta de la manera tan inteligentemente descrita por Arendt en su estudio sobre el nazismo y el estalinismo da pistas sobre la cultura cívica de un país donde apenas hay manifestaciones y, a nivel de calle, la política no se discute. Si la soledad extrema sólo puede combatirse a través de su medicalización, ésta contribuye asimismo a aumentar el grado de soledad, pues sólo uno puede acudir a la consulta, tomarse ciertas pastillas, culpabilizarse por su desolador destino y sentirse responsable por una cura que no llegará sin los demás. En otras palabras, pensar la soledad como patología, sin tener en cuenta el gran número de problemas sociales que la engendran, supone arrojar más leña al fuego que alimenta la disminución de lo que llaman «comunidad» como objetivo cada vez más inalcanzable. Sentirse perdido y desvinculado del mundo es un mal que pasa por todos, que atraviesa los pilares básicos de toda democracia, y que torna la interacción con el Otro -sea éste inmigrante, negro, lesbiana o indígena- más necesaria que nunca.

* Escritora