Mientras la política española se encuentra bloqueada en espera de si habrá investidura o nuevas elecciones, la maquinaria judicial sigue funcionando a su propio ritmo para desentrañar la madeja de la corrupción que ha contaminado durante años la vida política. El curso judicial se ha iniciado con la imputación de la expresidenta madrileña Esperanza Aguirre, a quien el juez considera inspiradora de la presunta financiación ilegal de su partido en Madrid. Al mismo tiempo, el PP ha sido exculpado de la destrucción de los ordenadores de su extesorero Luis Bárcenas, pero no porque los jueces consideren que el partido queda fuera de toda sospecha, como se han apresurado a proclamar sus dirigentes, sino por falta de pruebas de obstrucción a la justicia. La precipitación del PP en acusar a sus acusadores es manifiesta cuando el partido debe afrontar este otoño y el próximo año los juicios sobre la financiación ilegal, la famosa caja b, ya mencionada en la sentencia del caso Gürtel que costó la presidencia a Mariano Rajoy, y que el juez De la Mata sigue investigando en la Audiencia Nacional y otros magistrados rastrean también en los casos Púnica, el que afecta a Aguirre, y Lezo, en el que está implicado su sucesor, Ignacio González. El mismo juez es el encargado de cerrar el caso Pujol, tras siete años de investigación, mientras prosigue sus pesquisas en el caso del 3% sobre la financiación ilegal de Convergència. El PSOE, por su parte, espera la sentencia del caso de los ERE sobre los expresidentes andaluces Chaves y Griñán.

La corrupción, con intensidad distinta, afecta a la mayoría de los partidos, que reaccionan además de forma similar. Primero recurren a la presunción de inocencia y después se desentienden de los implicados, asegurando que son cosas del pasado o casos aislados, y utilizando siempre la corrupción como arma arrojadiza contra el adversario. Pero, como demuestran los juicios pendientes y los nuevos casos que van apareciendo, la práctica institucionalizada de la utilización del dinero público, o las contrapartidas por tratos de favor, para financiar aparatos de partido o directamente para el lucro personal, es una sombra que debería haber quedado atrás pero aún no es así. Cuando dirigentes que pretenden representar una ruptura con un pasado incómodo, como Pablo Casado o Isabel Díaz Ayuso, han crecido políticamente a la sombra de quienes ahora pasarán ante los tribunales, o sobrevuelan nuevas sospechas sobre ellos, las rotundas afirmaciones de regeneración y tolerancia cero pierden gran parte de su valor.