Ayer le dio tiempo al peluquero, durante los veinte minutos que tardó en cortarme el pelo, a detallarme su vida en breves capítulos. No creo que fuera yo, por motivos desconocidos, quien disparara su oratoria; intuyo que esos relatos los habrán escuchado también muchos de sus clientes. Es cierto que estábamos solos, que el local es muy reducido y que, pese a que yo le daba la espalda, el espejo permitía que pudiéramos mirarnos a los ojos. El clima para la confidencialidad, pues, era adecuado, y el peluquero, que lleva en su interior un narrador, aprovechó el momento.

El ser humano es, por definición, narrador. No hay más que darse una «vuelta» por las redes sociales para comprobar que todos o casi todos necesitamos contar, o lo que es lo mismo: necesitamos contarnos. En la mayoría de los casos nos dirigimos con normalidad, lejos de extravagancias o sucesos grandilocuentes, pero solo tenemos una vida y esta, suponemos, debe de tener algún interés para el prójimo. Y aunque no fuera así, ¡hemos de contarla de todos modos!

Hace poco un amigo mío quedó a comer, por motivos de trabajo, con una persona a la que apenas conocía. Lo que podría haber sido un encuentro agradable acabó en pesadilla por culpa de los excesos verbales del otro comensal, que no paraba de hablar de sí mismo. Este es un caso sangrante: el del narrador compulsivo que se encarga de cortar todos los puentes de la conversación por culpa de su manifiesto egocentrismo.

Y así pasamos la vida, entre el anhelo de que alguien nos cuente una buena historia y la prevención justificada contra esos narradores plomazos que se ceban con nosotros. La narración, en fin, puede ser un ejercicio de empatía pero también, si no se ponen límites, una falta de educación.

Intuyo que, con todas nuestras deficiencias, narrar es una forma como otra cualquiera de recordarnos que seguimos vivos.