Vivimos rodeados de sospechas. La catarata de noticias que nos avasalla una mañana cualquiera al abrir un periódico o ver la televisión se convierte en un ejercicio de resistencia para quien se vea acusado de algo. A veces con razón; otras, sin ella. Le ha ocurrido esta semana a una organización agraria extremeña. Sin entrar de lleno en la cuestión que deberá dirimir la investigación que se está realizando, las imágenes de sus dirigentes esposados saliendo de las oficinas ya dice mucho de las sospechas que se cernían sobre ellos desde hacía meses. Ahora les toca recorrer el camino de la presunción de inocencia, en ocasiones puesto en duda si no fuera porque todos tenemos el derecho, llegado el momento, a defendernos delante de un juez.

El otro sábado, en el fragor de las copas de media tarde, alguien me espetó que había ganado cuatro juicios en distintos conflictos derivados de su gestión. No supe muy bien qué decirle: por un lado, me pareció discernir que, además de quitarse un peso de encima, había logrado disipar todas las dudas que pudieran haberse cernido sobre su honestidad. ¿O quizá se liberó de las sospechas, verdadera razón de su triunfo? Sería fácil acudir al remedio de la política para buscar ejemplos actuales que navegan entre el blanco y el negro, rozando lo imposible si se tratara de enjuiciar la transparencia del afectado. Y todas las semanas hay nombres que, permítanme que omita, saltan a la palestra como sospechosos —habituales, accidentales o elegidos— de asuntos que no están claros y que, por razones desconocidas, desaparecen de un día para otro o pierden foco en la actualidad. Siempre me ha sorprendido que quienes se sienten mirados en exceso por los demás culpen al resto de sus males. Posiblemente sea un indicio de debilidad. A mí me lo pareció cuando vi a un exlíder del PSOE en un programa de televisión. Y, como él, tantos otros a quienes les falta un desierto por recorrer sin tener la certeza de que van a encontrar agua o sacudirse las sospechas que se les vinieron encima.