Así rezaba el tema de la mexicana Lola Beltrán, quien se lamentaba de su mal de amores y buscaba refugio en el alcohol a ritmo de rancheras. No casualmente, la canción fue incluida en la banda sonora de Mujeres al borde un ataque de nervios, la película de Almodóvar en la que ser infeliz era parte crucial de la historia. Hoy en día, sin embargo, esta aflicción tan consustancial a la experiencia humana podría parecer a muchos inconveniente, quizá anacrónica, o síntoma evidente de las llamadas personalidades ‘tóxicas’ en un clima social donde se ha impuesto la felicidad acrítica por encima de todo.

Ser feliz, como total de una ecuación donde esa emoción se aúna con el éxito, puede considerarse, más que una inocente aspiración personal, el resultado de una ingeniería disciplinar liderada por la psicología positiva. Así lo cuentan Edgar Cabanas y Eva Illouz en el libro Happycracia, un ensayo que desenmascara esta llamada ciencia para analizar cómo la felicidad obligatoria ha encontrado un terreno fértil en áreas tan variadas como el mercado laboral, la educación y, por supuesto, el consumo. No sería tan preocupante si no se tratase de una apuesta por la gestión individual de las emociones que culmina en la pérdida de vínculos sociales y luchas colectivas.

Cabanas e Illouz alertan de la moda empresarial que consiste en responsabilizar al trabajador por su bienestar y, en algunos casos, poner a su disposición servicios de yoga o meditación en lugar de atajar problemas tales como interminables jornadas laborales o salarios minúsculos. De hecho, es significativo que la Organización Mundial de la Salud haya decidido incluir recientemente el ‘burnout’ o síndrome del trabajador quemado en su lista de dolencias, lo cual se presta a patologizar al empleado y que éste busque asistencia psicológica en lugar de acudir a su sindicato. En el ámbito educativo, varios países cuentan con programas que alientan la felicidad del alumno y su florecimiento personal a través de sesiones de mindfulness en vez de ofrecer, por ejemplo, clases de apoyo en determinadas materias.

La felicidad así entendida esconde una crueldad que radica principalmente en hacer responsable al individuo de todo lo que le ocurra, obviando las circunstancias que lo rodean, sea el fracaso amoroso entonado por Beltrán, la explotación o un cáncer. Desde la psicología positiva se promueve una fórmula universal según la cual el contexto es pura ornamentación en comparación con la fuerza interior de cada quien para salir de múltiples atolladeros.

Si hace sesenta años el prestigioso psiquiatra español Carlos Castilla del Pino diagnosticaba a sus pacientes prestando una cuidadosa atención a las miserias del franquismo, hoy parece que toda batalla se libra dentro de uno mismo, capaz de alcanzar su mejor yo por sus propios medios. Tanto es así que hay expertos que desvinculan la felicidad de la desigualdad social o que incluso aseveran una correlación perversa entre ambas: a mayor desigualdad, más felices serán los más desfavorecidos, puesto que hallarán ‘el factor esperanza’ que necesitan.

La consecuencia, según los autores, ha sido ‘el desmoronamiento general de la dimensión social en aras de la dimensión psicológica’. Es decir, la supresión de emociones negativas, tales como la ira o la rabia que pueden incitar protestas y la reclamación comunitaria de derechos sociales, en pro de una búsqueda solitaria del éxito.

Soy infeliz, y lo escribo como un mantra necesario. Que la psicología positiva haya prosperado significativamente a partir de 2008 indica la potencia de sus bien enraizados mensajes, aparentemente benévolos, en una época de crisis en que fomentar la obsesión del ego consigo mismo y su felicidad equivale a disgregar el colectivo que demanda justicia social. Por otra parte, la profusión de positividad hasta en momentos que requieren precisamente su contrario promueve un lenguaje censurado por el que una ha de sonreír y estar agradecida siempre. Mientras siga habiendo empresas donde los despidos se narren como una oportunidad para emprender, mientras se esgrima la enfermedad como una puerta abierta al empoderamiento, hará falta ser infeliz y gritarlo a los cuatro vientos. No se abolió la esclavitud, no se consiguió la jornada de ocho horas o la caída de dictaduras a base de terapias personalizadas para la realización de los sueños.