En sus memorias profesionales, Antes de que se me olvide, José Martínez de Sousa -quizá la mayor eminencia filológica que ha dado España en décadas- cuenta que, llevado por su respeto a los libros, rara vez escribe en sus páginas ni subraya conceptos, palabras o párrafos, y que a lo sumo se atreve a dibujar una oreja de perro en la parte superior cuando tiene que cerrar el libro y necesita señalar un punto de lectura.

Es honorable el esmero con el que Martínez de Sousa cuida los libros, aunque debo confesar que mi modus operandi es diametralmente opuesto al suyo. Yo tiendo a subrayar con lápiz los libros que me parecen interesantes, sobre todo ensayos (la novela o el cuento se prestan menos, en mi opinión, a estos resaltes). Tanto es así, que no podría concebir adentrarme en un ensayo de Umberto Eco, Ortega y Gasset o Paul Johnson sin un lápiz en la mano. Los libros que releo subrayados tienen un valor añadido: por una parte me permiten centrarme en el texto destacado y por otra puedo contrastar los intereses entre el lector que soy con el que fui.

Borges opinaba que los cuentos anónimos tienen más bondades literarias que los de un solo autor porque han ido pasando de boca en boca mientras unos y otros los han ido despojando de aquello que pudiera ser narrativamente molesto o superfluo. En cierta manera, el subrayado también mejora el texto. Un libro subrayado es un libro enriquecido, porque el trabajo del autor se ve complementado por las observaciones y los nuevos datos que aporta el lector de turno.

Subrayar es una suerte de Lectura 2.0 en la que cada lector aporta su granito de arena, actuando como coautores posedición de un libro que no lleva su firma pero sí su impronta.

Leer es subrayar aquello que nos engrandece, y para estas tareas no hay nada mejor que un lápiz cómplice, que, junto con la curiosidad intelectual, puede llegar a ser el mejor amigo del libro.