Imaginemos un presidente de Gobierno sin afán de poder, bueno, sensible y luchador que se desvive por satisfacer no las necesidades propias sino las de sus conciudadanos, un hombre tan humano que no parece humano, un político que no practica el juego político, un dirigente comprensivo y cálido en el trato que antepone el sentido de la justicia a cualquier otra vicisitud y que evita pactos con indeseables. Un hombre, en fin, que se toma su cargo con voluntad de servicio, no de ser servido.

Ante este retrato tan buenista, alguno habrá llegado a la conclusión de que hablamos de una película. No anda desencaminado: este es el perfil de Tom Kirkman (interpretado por Kiefer Sutherland) en la serie Sucesor designado (Netflix), presidente de Estados Unidos que llega al poder tras un atentado terrorista en el que mueren el presidente electo y todos los miembros del Gabinete. Solo él se escapa de la tragedia, un simple secretario de Vivienda que acababa de ser destituido. Pero como había sido designado candidato sucesor, el buen hombre ha de jurar el cargo de presidente a toda prisa, cuando los cadáveres de la masacre aún están calientes.

Pensé que no sería capaz de seguir este thriller que gira en torno a un político que personifica aquello de lo que carecen la mayoría de los políticos en la vida real: honestidad, integridad y generosidad. Lo cierto es que, a pesar de los tintes de hagiografía política, uno acaba seducido por las peripecias de este presidente por azar que acaba tomándole el pulso (en el mejor sentido de la palabra) a su cargo.

El escepticismo propio del espectador ante tanto idealismo es derrotado por la buena interpretación de Sutherland, por la trama trepidante y porque, en el fondo, nos halaga ver representadas tantas virtudes en un solo dirigente.

La ficción de Sucesor designado quizá no supere la realidad, pero al menos la mejora.