Suena la alarma. Antes de levantarme para estar en la piscina municipal, me da por pensar que tengo mucha suerte de tener una rutina, que quizá por horarios laborales y demás obligaciones que no puedo dejar de atender no es la que desearía, pero que marca lo que tengo que hacer. Nos pasamos la vida buscando una estabilidad que nos haga sentir bien y, cuando la tenemos, se nos hace pesada porque entramos en la temida rutina. Más allá de plantearnos preguntas, sería enriquecedor pensar la parte positiva de estas, que va más allá de hacer las cosas de forma automática. La rutina nos encarrila en un orden necesario para poder gestionar bien el tiempo. Lo importante es no perder nunca el entusiasmo en lo que hacemos. Si vemos que entramos en la desidia, hemos de saber romper ese círculo de forma positiva. El principal: disfrutar de la vida para poder conseguir nuestros objetivos. Todo se puede truncar en un momento, puede llegar una enfermedad, la falta de trabajo, una ruptura emocional..., y entonces sí echamos de menos esa dulce y tibia rutina.

Hace 13 años me di cuenta de la importancia del valor de la rutina, cuando mi padre y mi hermana enfermaron a la vez de cáncer. Cuando todo pasó, me dije que no volvería a quejarme y empecé a incluir en mis días factores motivacionales que me llevaran a optimizar el tiempo e intentar gestionarlo mejor.