En los estudios de socio-política no debería faltar un capítulo sobre el reciente suicidio de la derecha española. Todo empezó con Mariano Rajoy, un presidente pusilánime que determinó que en el desafío catalán lo más urgente era esperar. Pero esperó tanto, que al final no tuvo más remedio que rendir las armas. Ya hemos visto en los telediarios veraniegos el trote cochinero de Rajoy, vestido en chándal: sabemos que no es un hombre dispuesto a dar grandes zancadas. Todavía sonrojan sus humillantes peticiones a Puigdemont, un día tras otro, para que volviese a la legalidad, ese marco de convivencia que los nacionalistas citan solo cuando les interesa y que nuestro presidente no emponzoñó, pero tampoco defendió como debería: con acero valyrio.

Después vendría su inexplicable ausencia en la moción de censura y su rechazo a convocar elecciones. De aquellos polvos, estos lodos.

El último episodio del suicidio de la derecha lo hemos visto en las elecciones del 28A. Ante la posibilidad real de recuperar el poder tras diez meses esperpénticos de Pedro Sánchez, ¿qué otra cosa podía hacer la derecha para evitar el éxito sino fragmentarse en tres? El espejismo de que Vox podría darle una vuelta al panorama político fue solo eso: un espejismo. Sabido es desde los tiempos de las Galias que dividir es vencer. La Ley D’Hont ha hecho el resto: la derecha obtuvo más votos que la izquierda, pero muchos menos escaños.

A Pedro Sánchez ya no podemos tacharlo de «presidente okupa»: es el presidente legítimo, no cabe duda. La ciudadanía ha hablado, y lo que ha dicho es que quiere seguir viéndole subido al Falcon. El pueblo es soberano y no hay más que decir. Solo falta saber si la derecha decidirá resucitar, cual Jon Nieve, en las elecciones autonómicas de mayo, o si preferirá esperar desde el muro de Poniente a que los caminantes blancos de la recesión hagan acto de presencia.