WEwl suicidio del adolescente vasco que no pudo continuar soportando las humillaciones de sus compañeros de clase ha conmovido a este país. Los profesores no dieron importancia a las crecientes presiones que recibía y las familias apenas se enteraron de la gravedad del acoso.

Puede existir la tentación, quizá, de relacionar lo sucedido con el arraigo que ha llegado a alcanzar en Euskadi la cultura del silencio y la coacción. Pero hay mucho más. En otros lugares pasan cosas parecidas. Estudios efectuados en distintas autonomías subrayan que un 3% de los escolares son víctimas de la violencia de sus compañeros, y la incomunicación entre familia, adolescentes y escuela se produce en todas las sociedades desarrolladas.

La ministra de Educación, María Jesús Sansegundo, anuncia que la futura ley de enseñanza instaurará la presencia en los centros de profesionales especializados en resolver los conflictos de convivencia en las aulas. Será positivo. Pero sería un error no recordar que todos y cada uno de los profesores deben ser educadores en un sentido integral. Y que eso ni lo pueden delegar en un especialista ni, menos todavía, olvidarlo, como quizás ha pasado en el caso vasco.