En medio del tumulto por una metedura de pata más de Pedro Sánchez y su famosa figura del relator, escuché una noticia que me conmovió y que luego inspiraría este artículo.

La tasa de suicidios creció en España un tres por ciento con respecto al año pasado, por encima de las muertes por accidente de tráfico. Ni que decir tiene que las estadísticas maquillan cada historia por separado, cada tragedia en un hogar y arrasan el corazón de quienes siempre han pensado que pocas cosas hay en la vida que no se puedan solucionar, menos con irse al otro barrio, ya sea por voluntad propia u obligados porque llegó nuestro momento.

Por eso, entendí qué pasaría un hipotético día en el que ese ente abstracto llamado España o, mejor dicho, nuestro país, se cansase de todos nosotros y decidiese poner fin a sus días sin dar cuentas a nadie. ¿Qué tendríamos que hacer entonces los españoles? ¿Inventarnos un nuevo país o permitir que quienes quieren montar el suyo lo hagan?

No puedo imaginar a un país suicidándose, claro, pero a veces las dinámicas vitales conducen a finales insospechados si no se pone remedio a tiempo. Trasladen esto mismo al momento actual. Provoca tanto cansancio la misma repetición, que pudiera ocurrir que España decidiera tirar por la calle en medio y mandar a hacer puñetas este mundo. No ocurrirá, entiendo, si de una vez por todas alguien pone freno a una deriva que amenaza con cargarse las esperanzas del propio país por seguir adelante. Nunca se ha hablado de los Estados que se suicidan porque suena a barbaridad y porque la estadística solo afecta a personas. Cuando todo parece indicar que el camino conduce al precipicio no sería mala idea ponerle freno. Y para eso no solo hay que cuidar la política sino también a toda la gente que habita cada ciudad de un territorio común. De otra forma, el suicidio sería la mejor forma de empezar de cero. O no.