Consumada la invasión anglo-norteamericana de Irak y la caída del dictador Sadam, Bush, Blair y Aznar siguen sin poder probar las dos sospechas que les sirvieron de pretexto para desencadenar su guerra preventiva e ilegal. Porque la detención en Bagdad del palestino Abu Abbas, un exterrorista legalmente retirado de la circulación hasta para Israel, no demuestra ningún vínculo con el terrorismo internacional. Y porque no hay atisbo de las armas de destrucción masiva que los estadounidenses llevan días buscando infructuosamente.

El descrédito por ello empieza a hacer mella en el debate norteamericano de la posguerra, y Powell y Rumsfeld se han apresurado a reiterar que esas armas químicas y biológicas prohibidas aparecerán de una u otra forma. Toda una declaración de principios. En especial cuando para escribir esa verdad, real u oficial, Washington quiere enviar a Irak a un millar de expertos civiles y militares estadounidenses. Suplantar así a la ONU y sus inspectores no ayudará a Bush a recobrar la credibilidad perdida. Se lo ha recordado el propio Hans Blix, el jefe de la misión suspendida por la guerra cuyo mandato sigue vigente. Por eso Estados Unidos debería abstenerse de meter baza en esta materia.