Dos grandes responsables por este orden en la crisis del PSOE: Susana Díaz y Pedro Sánchez. La líder andaluza representa una fuerza arrolladora, heredera de una lista de poderosos políticos socialistas del sur como González, Guerra y Chaves; la federación regional con más recursos, con más militantes, imprescindible por su peso en votos en cualquier congreso socialista.

Superada entre Chaves y ella la transición poco feliz en la Junta de Andalucía de Griñán, Díaz ha rebasado listones desde el principio y ha desplegado un carisma y una excelente comunicación política que la sitúan como persona decisiva dentro del socialismo español.

Por esa misma potencia, su número de carnés, el voto popular, y la importancia en todos los órdenes de Andalucía dentro de España, la razonablemente cohesionada federación sureña -a diferencia de otras como la madrileña, la valenciana o la catalana- es la que debe aportar equilibrio al partido, y ser generosa para el reparto de fuerzas en selección de dirigentes y decisiones a tomar.

Por lo demostrado, Susana Díaz tiene aspiraciones fundadas y legítimas para aspirar a la secretaría general del partido. Lo que no se entiende es que no las ejerza y transmita la impresión de que como marionetas quiere teledirigir al PSOE y su dirección, cómodamente desde Sevilla y en un segundo plano. No cabe esperar ni un minuto más para que la andaluza anuncie su deseo de dirigir el partido y ser la candidata a presidir el Gobierno de España en el momento que proceda. Solo así sería limpio el enfrentamiento entre compañeros de partido, con estilos y culturas diferentes que manifiestamente las hay entre ella y Pedro Sánchez.

Este último, con todos sus valores, demuestra no saber o comprender cuáles son los mecanismos de funcionamiento en el PSOE. Como toda gran organización, y al modo de las viejas monarquías hispánicas de las que procedemos, asimilándolo a la figura del rey, tiene el derecho de exigir lealtad y apoyarse en sus secretarios generales regionales, en los barones, pero con la contrapartida de consultar con ellos y variar decisiones con arreglo a esos criterios. Es decir, deben prestarle auxilio pero él tiene que escucharles en consejo y hacerles caso.

En ese panorama, en el que la baronesa andaluza amaga pero nunca acaba de dar, si bien acelera a sus peones en un juego de ajedrez por toda España -en el que sus compañeros extremeños no se han dejado envolver- y por otro lado el líder se encastilla, no escucha ni habla, y toma decisiones temerarias cuando no dictatoriales para confeccionar listas electorales y alianzas, el desastre estaba servido.

Y no será porque figuras muy consolidadas en el panorama socialista como Fernández Vara no ha intentado ayudarle, hasta que se ha cansado. Así se puede interpretar el que en el balance de la derrota electoral del 26 de junio el presidente de la Junta dijera que había que permitir un Gobierno del PP, y allanarle el camino a su líder; con los meses puede verse perfectamente que ni Ciudadanos, ni a las claras Podemos, tenían intención alguna de ir a un gobierno regenerador y de progreso con Sánchez. Los primeros porque no se recoge en su verdadera acta fundacional, y los segundos porque no renuncian a ser más fuertes que el PSOE y temen el abrazo mortal del pacto.

A partir de ahí le quedaba al Partido Socialista morir matando, rendirse a la evidencia pero intentar cobrarse al menos la cabeza de Rajoy, o un puñado de leyes de las que están asfixiando la libertad y el bienestar de los españoles.

El batacazo de Ciudadanos en Galicia y Euskadi ha sido total. Parece que desde dentro están dinamitando el partido una vez cumplido el objetivo de canalizar parte del cabreo contra el bipartidismo. Al menos en la crisis del PSOE han callado. También ha sido inteligente el Partido Popular ante la escabechina, no así algunos líderes o sectores de Podemos que ven la ocasión definitiva de darle el hachazo a la opción que ellos creen les tapona; el tiempo lo dirá pero no creo que ese comportamiento les dé ventaja.