Escritor

Bien está que un humilde poeta acusado a veces de "rural", porque en sus versos aparezca con frecuencia la naturaleza, se solidarice con los cultivadores de tabaco, condenados a perder definitivamente, si la Comunidad Económica Europea no lo remedia, su tradicional modo de subsistencia. Bien está que un ciudadano del norte de Extremadura, vecino de Plasencia, hijo y nieto de veratos, yerno de verato, amigo de veratos, comprenda la desazón de sus paisanos amenazados de perder una manera de trabajar y de vivir que se olvida en la sombra de los siglos. De cuando los conquistadores extremeños andaban por América.

Bien está que un enamorado de esas sabias y hermosas construcciones que son los secaderos de tabaco reaccione en contra de esa drástica decisión comunitaria. Desde chico, están en los viajes del verano, carretera arriba, hacia la frescura paradisíaca de los puentes de Cuartos o Pedrochate, hacia esas gargantas de aguas transparentes donde uno se ha imaginado siempre las fuentes de la vida.

En mi retina están los secaderos y, cómo no, las plantaciones. Como arrozales al principio; verdes y exuberantes luego; en flor, como las vi a veces. Y dentro de los edificios de ladrillo y barro, con sus singulares respiraderos, colgadas boca abajo, sus hojas color ocre. Y allí dentro, el intenso olor del tabaco, como otra de sus virtudes. Lugares de la memoria, como en un cuadro de Vilches.

Puede que a alguno le ofendan estas evocaciones. Siempre hay alguien dispuesto a enojarse y, si puede, a insultar. Tal vez convenga aclarar que uno nunca ha fumado. A mi alrededor, eso sí, como al de todos, hay muchos que lo hacen. Que lo hacen o que lo hicieron. Y, entre éstos, quienes, por desgracia, tal vez por su culpa, ya no podrán hacerlo nunca. Si con la prohibición del cultivo consiguiéramos que la gente dejara de fumar y no enfermara, uno sacrificaría cualquier teoría estética o económica, sin duda. Sabemos muy bien que con la medida no se busca ni mucho menos eso. Que son las tabaqueras norteamericanas, las multinacionales del imperio, las que manipulan el producto, quienes salen fortalecidas con ello. Ni siquiera a costa de levantar las precarias economías del Tercer Mundo. De ahí que uno también se rebele. Más si se tiene en cuenta que se hace sin ofrecer otro cultivo alternativo; sin planes que suplanten esas plantaciones o que solventen los problemas que su abolición genere.

De ahí que el clamor sea casi general. De ahí que la sociedad extremeña, casi al completo, se enfrente a una resolución tan injusta y desproporcionada. Del consejero del ramo al obispo de mi pueblo, don Amadeo (nunca un obispo, por cierto, se ha ganado en tan poco tiempo tanto aprecio), con una diócesis tan grande como una provincia, pasando por los perjudicados y sus familias.

Y eso cuando el campo en su conjunto, cultivo va y cultivo viene, se ve más acosado que nunca. En el preciso momento en que las autoridades de Bruselas parecen del todo decididas a terminar de una vez por todas con la agricultura. Con la de calidad, al menos. Con la que podría salvarnos de las plagas y las lacras procedentes del descontrol de la perniciosa agronomía de la nueva era tecnológica.

Sí, que le den a uno por encerrado, aunque sea simbólicamente. No estuve en Coria ni en Talayuela, pero como si lo hubiera estado. Que me apunten los tabaqueros a esta guerra. Esta sí me concierne.