Me reconozco nostálgico de un ayer no vivido. Pero no creo que todo tiempo pasado fuera mejor. Porque eso haría de mí un ser poco realista, melancólico y triste. Y estoy convencido de que no lo soy. Porque me dejo cautivar por lo hermoso de cada instante, y hasta por lo más cotidiano e insignificante. Y porque trato de disfrutar ese cuarto de hora que dura nuestro paso por este mundo.

Reconozco que esta época, en la que nos ha tocado vivir, nos regala incontables muestras de modernidad, que nos permiten acceder a contenidos que antes eran inalcanzables, que amplían el número y variedad de formas en que podemos acercarnos a las obras artísticas, y que abren un abanico inmenso de posibilidades, en distintas facetas culturales, a las que casi cualquiera puede acceder.

Pero también admiro, de un modo especial, las manifestaciones artísticas y culturales de esas décadas pretéritas en que el cine, la música, la literatura, o el cómic, tenían un barniz distinto al que hoy presentan.

Habrá quien aborrezca ese lustre añejo. Pero he de confesar que a mí, particularmente, me cautiva. Porque, antes, había muchos menos medios, y la tecnología era sensiblemente más rudimentaria, pero las historias, lo que se quería contar, eran lo preeminente, y el mimo que se ponía en la realización y producción de cada obra era mayúsculo.

Creo no equivocarme al afirmar que los filtros de calidad eran muy superiores hace solo unas décadas. Que para que un trabajo fuese publicado o expuesto tenía que pasar por el tamiz, que depuraban la morralla, y dejaba pasar, y daba relumbrón a aquello, y a aquellos, que, realmente, lo merecían. Con esto no quiero apuntar a que lo que hoy ve la luz no cumpla con unos estándares mínimos de calidad, pero sí a que es tanta la oferta que, a veces, lo mediocre acaba eclipsando a lo excelso. Y esto, y el tener que separar el grano de la paja, al final, nos hace perder gran parte de ese tiempo, tan limitado, que, como seres humanos, tenemos para emocionarnos y disfrutar. * Diplomado en Magisterio