Detrás de las conquistas aparentemente fáciles se esconde un trabajo que parece de gigantes, pero en realidad es de seres normales tejiendo día tras día una idea que no destruirán al alba. Quién nos iba a decir que acabaríamos llevando nuestras bolsas de plástico al supermercado o a la tienda de la esquina. Que nos cobrarían para no aumentar esa ingente colección que atesorábamos solo por acumular, como casi todo.

O quién nos iba a convencer de lo fácil que era dejar de fumar en los espacios públicos, no encender un cigarro entre plato y plato, o mezclar el humo con los sabores como condición indispensable para disfrutar de una comida. O que las noches podrían alargarse, las presentaciones hacerse y los trabajos llevarse a cabo sin un cigarrillo entre los dedos. O que se podría ir a la feria (al menos unas horas) para disfrutar sin ser atronado por la canción del verano o la enésima versión zafia de cualquier éxito del macho alfa de turno. Cosas así, pequeñeces.

Centro de ciudades sin tráfico, calles peatonales, aberraciones urbanísticas paradas, corrupciones descubiertas. Pequeños gestos. Tonterías que se deben a una persona cualquiera empeñada en este esfuerzo, o dos, o tres, hasta sumar un grupo. Con lo difícil que es convencer a más de uno de luchar contra lo que se viene haciendo por costumbre, como si la costumbre tuviera patente de corso y fuera inamovible. Hay tantas cosas que esperan un empujón cuesta abajo para desaparecer del mapa, y perderse en el pasado, como si no hubieran existido. Eso creemos, que no existieron, y por eso valoramos tan poco los pequeños cambios.

Como este que está aún por venir y que consistirá en el simple movimiento de un dedo para borrar un vídeo y no convertirnos en cómplices de la miseria. O en no visitar el puesto de trabajo de la mujer protagonista de ese vídeo, o no hacer burlas o no destrozar una familia en nombre de no se sabe qué cosa.

Nimiedades, tonterías, gestos que deberemos a la educación y no a las prohibiciones. No se trata de educar contra las bestias, sino de convertir a las bestias en seres civilizados. Ellos son menos aunque hagan más ruido. Y contra el ruido puede más nuestro silencio, no cómplice, sino educado y valiente. Parece fácil, pero es complicado.

Lo mejor es que un día olvidaremos lo que costó, y lo incorporaremos a nuestra vida, como si nunca, nunca, hubiera existido esta otra forma de barbarie.

*Profesora y escritora.