XSxi la experiencia histórica nos sirve de algo, cabe esperar que el esfuerzo por imponer en Europa una auténtica Constitución nos lleve todo el siglo que acaba de empezar. Lo que quiere decir que no estamos llegando al final del proceso constituyente europeo, sino que nos encontramos en sus inicios.

Puede parecer exagerada esta afirmación, pero no lo es. En efecto, basta reflexionar sobre lo que nos ha ocurrido a los europeos desde el punto de vista constitucional en los siglos XIX y XX para que esta conclusión se imponga de manera casi automática. El siglo XIX se nos fue casi íntegramente en la imposición de manera real y efectiva del Estado constitucional como forma política de organización de la convivencia, imposición que sólo pudo darse por acabada en la segunda mitad del siglo, por no decir en el último tercio y básicamente en la parte occidental del continente europeo.

El siglo XX se nos ha ido en el proceso de democratización del Estado constitucional fuertemente oligárquico del XIX. En 1914 no había ni un Estado democrático en Europa. Desde 1918 todas las constituciones dignas de tal nombre han sido democráticas, aunque han tenido que enfrentarse a la experiencia fascista, por un lado, y comunista, por otro, no resolviéndose el triunfo de la constitución democrática sobre la primera, sino tras el final de la guerra mundial en 1945 y sobre la segunda tras la caída del muro de Berlín en 1989.

La Constitución europea es el resultado directo del triunfo de la Constitución democrática a escala continental. Esto es lo primero que tiene que ser subrayado. Tan imposible era pensar en la Constitución europea mientras todos los estados no estuvieran constituidos democráticamente, como inevitable resulta plantearse su necesidad a partir del momento en que todos lo están.

De ahí que la transición de las Comunidades Europeas a la Unión Europea se produjera casi inmediatamente después de la caída del muro de Berlín y a una velocidad extraordinaria. Las Comunidades Europeas se habían mantenido desde una perspectiva constitucional de manera estable desde su fundación en 1956 hasta el ingreso de España en Portugal en 1986. Se habían producido retoques en la arquitectura institucional y en el proceso de toma de decisiones, pero poco más. Casi inmediatamente después del ingreso de España y Portugal, es decir, tras haberse completado el mapa democrático en Europa Occidental y a la vista de la evolución que se estaba produciendo en Europa Oriental, se inició un proceso de integración que se expresó a través del Acta Unica, proceso que se aceleraría de manera vertiginosa a partir de 1989, dándose paso a la construcción de la Unión Europea mediante la aprobación del Tratado de Maastricht en 1992. En apenas seis años se avanzó más que en los 30 anteriores.

Ahí estaba el germen de la Constitución europea. Las Comunidades Europeas no sólo no exigían, sino que eran incluso refractarias al término Constitución. La Unión Europea, por el contrario, casi exigía ser constitucionalizada. La Constitución europea no es, pues, una obra de burócratas. Es el resultado de un proceso histórico a escala continental, que ha estado a punto de fracasar en varias ocasiones.

La rapidez del proceso en su fase final, esto es, desde el hundimiento del llamado socialismo real , ha sido enorme. Justamente por eso, la profundidad ha sido escasa. El texto que ha sido aprobado y que será sometido al proceso de ratificación por los 25 estados que constituyen esta nueva Unión Europea es un texto de baja calidad constitucional, por utilizar la expresión de Pedro Cruz Villalón.

Este es el precio que se ha tenido que pagar para que el acuerdo fuera posible. Cualquier intento de profundizar más en este momento hubiera acabado en fracaso.

La Constitución europea no nos gusta a casi nadie, pero no hay una alternativa mejor a la que recurrir, como ha subrayado recientemente Michel Rocard. En términos absolutos, la Constitución europea es de baja calidad, pero en términos históricos es lo máximo a lo que podemos aspirar en este momento.

No estamos todavía en condiciones de hacer a escala europea una constitución democrática similar a la que está vigente en los 25 países de la Unión. Estamos en la fase de sentar las premisas que la hagan posible. Para ello resulta imprescindible, antes que nada, que el proyecto de Constitución sea ratificado. Del fracaso de la ratificación no saldría la posibilidad de hacer una Constitución mejor, sino que entraríamos en una situación caótica, en la que el futuro resultaría completamente imprevisible. En este momento los europeos nos hallamos, hablando en términos constitucionales, en una posición en la que no es infrecuente que nos encontremos los individuos en varias ocasiones a lo largo de nuestras vidas. Sabemos lo que no queremos, pero no sabemos lo que queremos. Sabemos que todo lo que no sea avanzar en un proceso de integración política a escala continental nos conducirá a cada uno de los países a una situación de impotencia, como mínimo, si no a algo peor. Y por lo tanto, sabemos que no podemos querer el fracaso de ese proceso de integración. Pero no sabemos qué integración en concreto queremos y cómo tenemos que articularla.

El texto de la Constitución europea refleja de manera bastante acertada esas dudas que nos asaltan. Pero que nadie se llame a engaño: la soberanía que pueda acabar ejerciéndose de ahora en adelante o es soberanía europea o no será. Ya lo estamos viendo con el euro. Y lo iremos viendo en muchos otros terrenos.

*Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla