Escritor

A las afueras de Almendralejo, muy próximo a lo que ahora es el polideportivo municipal, había cuando yo era pequeño un descampado al que los vecinos llevaban a morir sus animales enfermos. A escondidas de nuestros padres, en aquel raro santuario teníamos los niños de las barriadas cercanas un lugar magnífico para inventar juegos. Con un bote de jamón cocido a modo de aljaba, bien repleta de juncos sobre la espalda, y un arco de tablas y una espada de madera entremetida en las tirillas del pantalón, nos íbamos al cementerio de burros dispuestos a arrojarles flechas a los grajos y a los buitres que se apelotonaban sobre la carne de algún animal recién muerto. No siempre teníamos la habilidad de conseguir que aquellas expediciones tomasen el sabor a aventura que necesitaba la tarde para no venirse abajo, carcomida de aburrimiento. Había que tener una imaginación despierta y ágil, como la de Juan Pablo, al que todos llamábamos el Chino. El sabía conducirnos entre las besanas y los juncales con tal imaginería que acababa por hacernos sentir que éramos la avanzadilla de una legión extranjera.

En el patio de su casa tenía montado un ring de boxeo con el suelo hecho de lonetas de vendimia donde organizaba peleas extraordinarias en las que no estaba permitido escupir ni mentar a las madres, pero en las que valía todo lo demás.

Cuando hablábamos de qué seríamos de mayores él resultaba el menos novedoso de la pandilla, porque nuestras vocaciones iban cambiando al ritmo de los programas de moda de la televisión, y así te encontrabas con uno que hoy quería ser El Virginiano y mañana La mula Francis, mientras que el Chino te miraba fijo, muy serio y te decía, invariable: yo recorreré el mundo, como Tartarín de Tarascón. Y nosotros que conocíamos su carácter y que encima no teníamos ni la menor idea de quién fuese aquel señor, callábamos, convencidos de que si alguno de nosotros podría alcanzar un día sus sueños, ese era el Chino. Lo malo fue que las cosas entonces no andaban muy católicas por estas tierras y su padre encontró trabajo en Parla, de peón de albañil, arrastrando con él a su familia, y por supuesto al Chino.

Todo podría haber ido bien, si no fuera porque, al parecer, los pisos de Parla no los diseñaban pensando en los boxeadores amateur, ni crecían en el asfalto juncales con los que asustar a los pájaros, y ese detalle se convertía en tragedia para ciertos niños del Almendralejo de aquella época. Después de muchos años, un verano volví a verlo, transformado en una especie de pandillero macarra, que era el destino común de estos chicos despiertos, pero desenraizados. Nos saludamos con el entusiasmo de quien va a retomar viejos hábitos, pero sólo unos minutos bastaron para que los dos nos diésemos cuenta que no teníamos nada de qué hablar, así que nos despedimos hasta más ver. No pude evitar sentirme triste al verlo desaparecer calle abajo, tan desgarbado, tan desdibujado de aquel niño al que tanto quise.

Recuerdo que su cumpleaños era el mismo día de las candelas. Y quizás por eso he vuelto hoy a acordarme de él, después de tanto tiempo. O quizá sea por ese chaval africano que estaba esta mañana dejando publicidad en los buzones y que al saludarme tímidamente, como temiendo que yo no le devolviera el saludo, me ha mirado con un algo rojizo en los ojos que al pronto no he sabido qué es, y que luego he recordado, como un chispazo. Así eran los ojos de Tartarín de Tarascón.