Como niños perdidos o como ancianos anclados a una memoria cada vez más deshilachada, no sabemos vivir sin etiquetas, sin cartelitos que nos indiquen el nombre o la función de las personas, animales o cosas. Parece que si tenemos un nombre, los dolores de la enfermedad son menos intensos, o los síntomas se agrupan bajo el paraguas protector de lo conocido. Ay del pobre que se aventure a lanzarse al mundo sin mirar el papelito que esgrime cada uno como defensa o arma.

Pobre, por ejemplo, del profesor, por hablar de lo que tengo más a mano, que se atreva a dar clase sin conocer la etiqueta exacta de cada alumno. Resulta que si no clasificamos, no dormimos bien, y no sabemos enfrentarnos a las dificultades que nunca conocerán los que clasifican desde sus despachos, calentitos, a salvo siempre de que un alumno se les desclasifique y entonces la tengamos liada. Claro que tampoco conocerán las ventajas maravillosas de hallarse en territorio desconocido, ni de explorar y mucho menos la de reírse de todas las casillas en las que los que ni saben ni entienden tratan de encajar a los alumnos.

Y algo parecido nos pasa ahora con las siglas que tanto revuelo han provocado el ocho de marzo. Confieso que me he enterado hace poco de qué significa ser cis, queer o binaria, y que desconozco el significado de otras tantas, pero creo que la taxonomía no aporta nada a lo que representa esa fecha. De acuerdo con que lo que no se nombra parece no existir, pero el abuso de etiquetas acaba por no dejar ver el camino. Y este no puede ser más claro, nos llamemos como nos llamemos, o tengamos o no asumida nuestra condición o hagamos bandera de ella o queramos cambiarla o lo dudemos. Los objetivos son los mismos para todos: un mundo en el que los seres humanos sean iguales, puedan acceder a un trabajo digno y además ser remunerados con indiferencia de su sexo, puedan elegir con quién quieren pasar su vida o si prefieren vivirla solos, tener hijos o no, vestir como quieran, mostrar su rostro, no ser explotados ni tratados como si solo fueran objeto de deseo, y volver a casa a salvo, y en las condiciones que cada uno estime convenientes.

Hasta ahora esa lucha, la del voto, la del divorcio, la de poder trabajar y disponer de una cuenta en el banco, la han abanderado las mujeres. Si ahora quieren sumarse los demás, bienvenidos sean, pero las reivindicaciones principales no han cambiado por muchas otras que se les unan. Los derechos de las mujeres escapan a cualquier taxonomía, y hace ya mucho que dejaron el taller de taxidermia. Habrá etiquetas, nombres variados o formas distintas de entender el mundo, pero los vientres de alquiler siguen siendo explotación pura y dura, igual que la prostitución, nacer niña te condena a una vida miserable en muchísimos países de este mundo, y la injusticia y su lucha no tienen tiempo para andar perdiéndose en divisiones, clasificaciones y cajoncitos en los que encerrar justamente lo que queremos sacar a la luz.

*Profesora y escritora.