Ala par que el Festival, se celebra esta semana en Mérida un magnífico curso sobre filosofía y teatro. Se llama Los griegos y nosotros: Tragedia, estética y política, y está dirigido por la catedrática de la UNED Teresa Oñate quien, junto a David Hernández, coordina a más de treinta investigadores especialistas en el tema. Todo un lujo. Si están asistiendo al curso entenderán (y disfrutarán) mucho más aquello que vean durante estos días sobre el escenario del teatro romano.

Suelo decir a mis alumnos que si en un futuro muy lejano se escribiera una «historia de las civilizaciones» del planeta Tierra, es probable que nos incluyeran en algún subapartado del capítulo dedicado a los griegos. Nuestra concepción del mundo y de nosotros mismos, la manera de conocer y transformar el entorno, los valores éticos, políticos, estéticos que, por defecto, nos informan son, aún, fundamentalmente helénicos. En Grecia brotó la filosofía, la ciencia, la democracia, el arte que consideramos tal... El propio cristianismo, que pasa por ser la otra pata de la civilización europea es, también, fruto de una original mezcla entre la cultura griega y la tradición religiosa judía.

Pero de entre todas las cosas que tenemos los griegos de especial (el optimismo racionalista, el rechazo a las teocracias, el afán crítico e investigador, el gusto por lo mundano, el individualismo...), la afición por el teatro -por lo que los griegos consideramos teatro- es seguramente una de las que más y mejor nos reflejan. Nos refleja y nos hace reflexionar.

La tragedia y la comedia clásicas fueron, respectivamente, la más clara manifestación imaginativa y emotiva del espíritu reflexivo y la actitud crítica que caracterizó a los antiguos griegos y que hemos heredado los europeos. El teatro cumplía, por demás, una función educativa decisiva en el mundo helénico. Esto no ocurrió hasta comienzos de la época clásica, cuando el teatro dejó de ser un ritual religioso -un monólogo sagrado- para tornarse en un evento cívico, un diálogo en que los ciudadanos podían, imaginaria y emotivamente, participar. El teatro enseñaba al público-pueblo a dialogar sobre dilemas morales o políticos y a afrontar los problemas existenciales que constituyen el germen de lo trágico: el conflicto entre lo universal y lo particular, entre el deber y la felicidad, entre la sociedad y el individuo... Los ciudadanos escenificaban frente al coro y a sí mismos, como en un espejo, la versión sublime y estética de la polémica que les ocupaba en la Asamblea, en el Foro, en la Academia o en sus propias vidas.

Aunque trabajaba con el material del mito, el teatro griego contrajo una deuda impagable con la visión racionalista y filosófica que se difundió casi a la par que la tragedia clásica. «Teatro», «teoría», «teorema»... son, curiosamente, palabras griegas con una misma raíz léxica que significa «mirar y comprender». En el teatro griego se exhibían visualmente -y dentro de un espacio geométrico neutro- los conflictos sociales, morales, políticos e ideológicos para que se pudieran mirar, examinar y comprender. Como dice Charles Segal, el teatro constituye un modelo visual de inteligibilidad que ha determinado, como pocas cosas, la totalidad de nuestra cultura.

Más allá del teatro, y depurando a este de su aspecto infantil y estético (la emotividad, la imaginación), nos encontramos con el diálogo y el pensamiento filosófico. Teatro y filosofía suponen una continuidad esencial, por la que lo que en el teatro aparece como metáfora, catarsis moral o intuición imaginativa se da, en la filosofía, como concepto, debate argumental o explicación hipotética. Entre el mundo tradicional de la oralidad y el mito, y el más moderno de la escritura y la racionalidad, está, así, el teatro, como una suerte de estado adolescente del espíritu.

Más de veinte siglos antes que Shakespeare, fueron los filósofos (Platón, Epicuro...) los primeros en sugerir que la vida no es sino tragedia o comedia, y, justo por eso, la necesidad de aspirar a una vida más noble, aquella que encarna la «tragedia más verdadera de todas» -dice Platón-: la que consiste en vivir, de modo plenamente consciente, en la realidad.

*Profesor de Filosofía.