TSte abre el telón y todos los diputados van tomando asiento para celebrar el primer debate de investidura que habrá este año, el primero de muchos si el bloqueo continúa siendo la tónica común. Mientras se aclaran la voz para vitorear a los suyos y abuchear a los contrarios, van también marcando sus posiciones, que pese a inamovibles tendrán que ser representadas porque se ha dejado la vieja retórica lingüística para otras lindes y la gestualidad teatral todo lo empaña -nueva política lo llaman-.

Me cuentan que cada uno de los líderes va salpicando sus intervenciones con acciones memorables que quedarán en el recuerdo de los pocos que se atrevieron a enfrentarse a la larga y aburrida sesión, pese a que de antemano la escaleta ya estaba cerrada y la sorpresa y la novedad eran dos cuestiones que quedaban fuera de las puertas del Congreso de los Diputados.

Pedro Sánchez , que llegaba con el partido dividido, y sin los apoyos necesarios para conseguir lo que tanto anhela: una presidencia que no le condene al olvido, representó el papel más difícil: el bufón que se convierte a sí mismo en héroe, convencido de que sólo bajo su liderazgo se podrá seguir adelante; y creyendo que su discurso podría ablandar el corazón de los presentes, como en una tragedia griega. Albert Rivera prefirió el de mandatario que impone las reglas, un papel básico que en este caso fue desarrollado sin fallos, aunque Rivera olvidaba dos cosas: que las matemáticas no daban -que no sería terrible si el de ESADE no viniera del mundo de la banca- y que sus discursos anteriores se convertían en papel mojado con sus últimos giros dramáticos -y esto en política tiene un coste-.

Pablo Iglesias se transformó de intento de héroe a agresor cuando comprobó que no tenía el protagonismo, e intentó boicotear la sesión con un beso a su compañero de filas, política del diálogo llevada al extremo. Mientras Mariano Rajoy , al que se le entendió poco, prefirió representar al auxiliar mágico, convencido de tener a buen recaudo la solución a todos los problemas.

En fin. Nueva política. Viejo teatro.