Hace unos días visité con mis alumnos el complejo arqueológico de Atapuerca, en Burgos. Fue magnífico. Los alumnos aprendieron -haciendo- que fue el hacer técnico lo que permitió sobrevivir a nuestros antepasados. No solo nos sirvió para dominar el mundo, sino también la mente gracias a técnicas sociales como el uso de símbolos o la celebración de ritos. Somos lo que somos gracias a esas hachas de piedra y esos dibujos pintados que despiertan aún hoy nuestra imaginación. Y, sin embargo, sospecho que no ha habido época en el mundo en que una porción de estos mismos homínidos evolucionados no haya echado pestes de sus propios «adelantos técnicos». Me imagino perfectamente el miedo y la indignación de los más viejos cazadores paleolíticos, acostumbrados a sus piedras y palos, al ver como se extendía el uso de los sofisticados arcos o azagayas; o a los recolectores contemplar estupefactos como se imponía la costumbre de manipular la tierra para obtener de ella más y mejores frutos. Aquello debía parecerles -igual que a muchos ahora- el acabose. ¿¡Pero a dónde vamos a ir a parar!? -exclamarían en su tosco lenguaje, prejuzgando los avances tecnológicos como una amenaza mortal para su mundo y para sí mismos-.

El rechazo -a menudo con tintes apocalípticos- de los cambios asociados al desarrollo técnico y tecnológico es una constante cultural que seguramente se intensifica a la misma escala en que lo hace dicho desarrollo, pero que ni hace cientos de miles de años ni ahora tiene ninguna razón de ser más allá de la -obvia- llamada a la prudencia y al control de las consecuencias derivadas de dichos cambios. Sin embargo, y pese a carecer de justificación racional, la fobia a la tecnología sigue pasando por una posición ideológica respetable.

El principal argumento de los «tecnófobos» (casi todos, también, ecologistas) es que el mal uso de la técnica resulta imposible de controlar y que sus efectos negativos son, en general, potencialmente superiores a los positivos. Ahora bien, que el poder de la técnica sea imposible de controlar presupone una concepción pesimista de la naturaleza humana que es, cuando menos, discutible (los seres humanos no tendemos necesariamente al mal y somos muy capaces de organizarnos para evitarlo o paliarlo). En cuanto a los efectos «perjudiciales» de la tecnología esto depende de lo que se entienda por «beneficioso». Para la mayoría de los tecnófobos lo que la técnica amenaza con destruir no es la naturaleza o la vida, sino más bien cierta forma de vida ligada a una idea particular -y particularmente falsa- de lo que son la naturaleza y el ser humano. Digo «falsa» porque no hay una esencia de la naturaleza o del ser humano que las innovaciones técnicas puedan amenazar. La naturaleza no tiene naturaleza, salvo la de estar en perpetua transformación. Tampoco el ser humano tiene esencia -menos, quizás, la de andar siempre buscándola-. No hay nada en este mundo que aspire a conservarse indefinidamente en un mismo estado. La obsesión conservacionista carece, así, de sentido. Además, si lo piensan bien: ¿no es la técnica un producto emergente de la propia naturaleza? Si así fuera, sus efectos perturbadores sobre el «equilibrio ecológico» no representarían otra cosa que un proceso de autotransformación natural.

En nombre de sus creencias, los tecnófobos rechazan como cosa del diablo las innovaciones tecnológicas más prometedoras. A la posibilidad -por ejemplo- de diseñar genéticamente a los niños oponen la «sacralidad» del azar natural (como si jugarte las características de tu hijo a la ruleta fuera mejor que planificarlas); a las redes globales de comunicación les acusan de ser el medio para el control y manipulación del ciudadano (como si fuera mejor ser controlado y manipulado por los prejuicios de la tribu o la familia); ante el previsible aumento de la longevidad presentan objeciones tan infantiles como el tedio que supondría vivir doscientos años o el presunto derecho (a existir) de «gente» que no existe...

Lo dicho. Argumentación, poca. Miedo a cuestionar ciertas certezas míticas, mucho. Los tecnófobos necesitarían de la técnica del psicólogo antes que de la del dialéctico.