TNto ha habido revolución alguna que no haya dejado un reguero de víctimas a su paso. Para nuestros padres, salir airosos de la revolución tecnológica se resumía en acertar a programar el vídeo beta. A muchos de nosotros, hijos de la consola que no consuela y del móvil-oreja ya nos está dejando fuera de juego la profusión de ipods, iqués,e-things, megas y gigas. Es cuestión de días quedar sobrepasado ante el aluvión de novedades electrónicas y su aplicación en todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana. Y uno tiene, cada vez que lee sobre la aparición de un nuevo archiperre diábolico, la sensación de ser, conforme pasa el tiempo, un vestigio de la misma era que en teoría debía presidir. Deberá acostumbrarse. A su coche le fallará la centralita; la F-1 seguirá siendo un tostón. La tele se pixelará según le venga en gana; no será nadie si no sale en el tuiter o en el feisbu . La resistencia es inútil. Echará de menos las cintas de casette y las dobles pletinas, quedar con los amigos a través de los recados a las madres, del fijo o del telefonillo; añorará el tacto del periódico, rozar la cubierta de un libro viejo, recibir una carta manuscrita en el buzón. Todo eso pertenece ya a un pasado reciente y remoto. Sin embargo, a pesar de estos avances, espoleados por el afán de lucro de las empresas del ramo, se sigue barriendo la puerta de las casas con escoba. Y las cosas importantes son las que se hacen a mano. La sociedad de la información sigue estando, básicamente, desinformada, y cada vez más aislada del mundo real, desahogándose en chats mentirosillos o en prostíbulos virtuales, descargando millones de baits que acabarán en la papelera de reciclaje, insultándose unos a otros en foros y campos de estrechas y lentas bandas. El futuro es una mercancía para los codiciosos; la tecnología camina muy cerca de aquellos a quienes sólo les interesa el beneficio instantáneo más que el progreso de la humanidad. I+D, nos dicen. Idiocia y Dinero, les diríamos. ¿O es que el hombre moderno se muestra más cabal ahora que hace quince años? Eso sí, la tecnocracia nunca podrá acabar con el último reducto del instinto: la superchería. Por eso uno no acaba de fiarse de los microondas, ni de las antenas de telefonía, ni de la letra pequeña de las ofertas de las compañías. Prometen un paraíso que no es tal. Hombre de las cavernas, le dicen. Orangutanes digitales, responde. No es que la humanidad avance deprisa, es que no nos queda otra; nos están empujando y no sabemos ni a dónde.