Ahora que veo playas hasta arriba (con desalojos de la Policía incluidos como ayer en Barcelona), botellones y gente agrupada y relajada tomando el sol o el fresco según el momento del día es cuando a mí me entra el miedo. No hemos pasado todo lo que hemos pasado para acabar en la casilla de salida. Todo el mundo ha podido comprobar que el coronavirus no era una ‘simple gripe’; ha sido consciente por los medios de comunicación de que su nivel de contagio era bestial y que las consecuencias y secuelas que ha acarreado han sido tremendas. Pero algunos, de pronto, pareciera que hubieran pensado que todo ha sido un mal sueño y que las autoridades sanitarias han dado el salvoconducto necesario para empezar el desmadre. Y claro, no hay por menos que echarse a temblar.

Tengo que reconocer que me sorprendió la capacidad de respuesta de la gente cuando se decretó el Estado de Alarma. Su responsabilidad, no exenta de miedo, les obligó a quedarse en casa. Nunca pude imaginarme que el confinamiento impuesto por el Gobierno iba a tener una respuesta tan firme por parte de la ciudadanía. A pesar de las excepciones, de los desalmados y de algún que otro cafre, la sociedad española actuó bien en general, entendiendo lo que había que hacer a pesar de cerrar negocios y quedarse muchos en el paro o en la ruina.

Ahora viene la desescalada, las buenas noticias, las cifras de balance sin muertos ni ingresos cada día, y el panorama que se presenta es mucho más alentador. Pero ello no significa un cambio por completo a lo que había antes. Esto aún no ha acabado y habrá que remarcarlo cada día. Como dicen los epidemiólogos, el virus todavía no se ha ido. Es cierto que las condiciones climatológicas han cambiado, que a la vista está que a la covid-19 el calor no le viene nada bien y que la gente con mascarilla lleva consigo una barrera protectora que ayuda a detener su propagación. Si a eso se le añade el uso de geles desinfectantes constantemente y el distanciamiento físico se podrá aguantar hasta que llegue una vacuna. Pero con escenas como las vistas estos días en distintas ciudades, con terrazas a rebosar o grupos de personas en la playa sin respetar en absoluto lo indicado, pienso que estamos asumiendo un riesgo absurdo que puede traer aparejado un considerable revés en todo el camino andado.

Los españoles no tenemos término medio. O somos restrictivos al máximo o somos libertarios. O nos tomamos la cosa al pie de la letra o hacemos caso omiso a todo tipo de recomendación hasta el punto de servirnos de mofa o cachondeo. Lo mismo estamos tres meses en casa sin salir a la calle, que abrimos la puerta y le damos un abrazo al vecino de enfrente. Por eso, cuando veo a la autoridad competente seguir una pauta y pedir moderación con respecto a algunas cuestiones, a la vez que obliga a determinadas restricciones, entiendo que no lo hace por capricho ni por fastidiar a la población a la que sirve. Ni quiera por pecar de cauto o arrojado según el caso. Considero que lo plantea con conocimiento de causa y siendo consciente de la realidad que conoce y la responsabilidad que ejerce. Porque si luego hay brotes y nuevos casos, o incluso muertes, no le van a disculpar sino todo lo contrario. La pregunta no va a ser por qué se prohibió esto o aquello, sino quién fue el que lo autorizó.

Es difícil casar salud y ocio cuando el virus anda el acecho. Y menos en una sociedad como la nuestra que vive en la calle y busca el agrupamiento social de una manera constante. Reconozcámoslo: no nos van las terrazas vacías ni los bares a medio llenar. Ni los teatros o los espectáculos con asientos vacíos. Nuestra cultura nos ha inculcado que allí donde hay gente, hay cosas buenas. ¿Cómo de pronto vamos a cambiar nuestro concepto vital o nuestra idiosincrasia? A la mínima de cambio, al poco que existe un ápice de relajamiento por parte de la gente, vamos todos a una mientras le decimos adiós al virus que nos ha hecho sufrir hasta hace dos días.

No tiene sentido haber suspendido los colegios todo un trimestre y estar planteando cómo se vuelve a las clases en septiembre con ratios más bajas mientras están las terrazas o las playas que no cabe un alfiler. No se puede estar en la oficina dejando asientos vacíos entre puesto y puesto y favoreciendo el teletrabajo, mientras por la tarde nos vamos de botellón o a una terraza concurrida sin respetar distanciamiento que valga.

Uno no está para dar ejemplo de nada ni le apetece ser justiciero de balcón. Pero no está de más hacer un ejercicio de reflexión y pensar que aún es pronto para pasar de la nada al todo y que conviene andar a pasitos cortos antes que echar a correr. Queda una semana para acabar el Estado de Alarma y el tiempo dirá, pero la prudencia siempre ha sido una cualidad, nunca un defecto.