A partir de la aprobación de una nueva norma, las emisoras de televisión tienen la posibilidad de facilitar su parrilla de programas con solo tres días de antelación, ocho menos que ahora. Ello será una realidad a partir de la modificación del reglamento de 1999 que aprobará el Gobierno y que vendrá a dar satisfacción a una vieja aspiración de las cadenas, pero resulta más que dudoso que beneficie al conjunto de espectadores, como muy oportunamente se han ocupado de subrayar las organizaciones de consumidores. Para estas, el derecho de los espectadores a programar su tiempo de ocio tendría que ser entendido como preferente al de las televisiones a contrarrestar la programación de sus competidoras. Las prestaciones de todos los sistemas de grabación que hay en el mercado apuntan en esta dirección, pero solo son útiles si se cumple una condición: disponer de antemano de horarios fiables, que, con la reforma, casi desaparecerán.

Existen, además, razones de peso de tenor jurídico-administrativo para dudar de la legitimidad de la reforma que aprobará este viernes el Gobierno. Es imposible introducir criterios ultraliberales absolutos en la gestión del espectro radioeléctrico, porque las emisoras de televisión, aunque sean privadas, emiten gracias a una concesión del Estado. Se trata, en suma, de un negocio limitado a unos pocos, que, una vez aprobada la reforma, quedará a expensas de prácticas comerciales que en otros sectores se consideran competencia desleal. Y sin que los espectadores tengan posibilidades de hacerse oír.