Filólogo

Una mirada a los programas de televisión actuales le darían a uno más motivos para deprimirse que para un prudente optimismo. En general, la oferta televisiva no pasa de programas de cotilleo, de la presencia de acreditados tarambanas y de las exhibiciones de trabajos cameros como razones para aumentar la audiencia.

Es falso que nos den lo que nos gusta. Lo que no hay es coraje para decir que aquí y hoy lo brillante no existe. Falta valor para reconocer que el subsuelo moral sigue atado a un pasado reprimido que aflora en las acomplejadas programaciones televisivas y no hay hidalguía suficiente para reconocer que lo bueno en este país es más escaso que lo chabacano y que el único valor es el dinero y la fama, sin reparar en casquería.

No se trata de regular contenidos ni de lesionar la libertad de expresión, ni de acudir a monjiles modosidades, ni siquiera de cambiar de canal: se trata de gusto. Y de sensatez. Y de ideas. Pero no existen. Sólo existe el feísmo, lo grosero, lo mugriento, lo fachoso.

Los programas de baja cama parecen los punteros, lo que confirmaría una herencia halagadora con el cóctel del asno, el paleto fogoso y el voyerismo de Cine de Barrio. Tal vez se adivine algún hilo político que enhebre aquél con este tiempo, pero eso sí con ciertos cambios: el neodestape y la sueca desfogada, habrían sido sustituidos por la masturbación en directo, el beso lésbico o la práctica gay, todo adobado de la ordinariez más rancia, que desembocarán, si el share lo requiere, en la lluvia dorada o el beso negro, que nada hay que descartar.

Como nada puede añadirse a esta evidencia, sino advertir que ese triunfo del voyerismo televisivo pudiera justificarse desde una general parada biológica del macho ibérico que le dejaría en una sórdida sustitución.

Por lo demás, habría que escribir algo más definitorio sobre la cama propia, los derechos humanos y el buen gusto televisivo.