El deterioro de las relaciones de Turquía con Estados Unidos alcanzó el jueves una cota desconocida en el último medio siglo. La condena por el Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes del genocidio armenio cometido por el Imperio Otomano entre 1915 y 1917, un hecho negado solo por los sucesivos gobiernos turcos, y el propósito del Gobierno de Recep Tayyip Erdogan de autorizar al Ejército acciones de castigo en suelo iraquí contra los independentistas kurdos del PKK han hecho saltar todas las alarmas. Ni la debilidad extrema del Gobierno de Bush ni la presión de la opinión pública turca, educada en considerar el genocidio una acción de guerra contra la Rusia zarista en la que se registraron medio millón de bajas entre la población armenia, ayudan a recuperar la serenidad.

A poco más de un año de la elección presidencial, y con la ventaja de tener mayoría en ambas cámaras, es improbable que el Partido Demócrata renuncie a entorpecer todos los días la gestión de la crisis iraquí. De ella forma parte la idea apenas aceptada por la Casa Blanca de que la unidad de Irak depende en gran medida de garantizar al Kurdistán una gran autonomía. El proyecto alarma a Ankara, que teme que el Kurdistán iraquí sea el embrión de un Estado independiente.

Los demócratas creen que la resolución sobre Armenia puede ser una buena moneda de cambio para contener al Gobierno turco. Pero a estas alturas de las diferencias entre el islamista moderado Erdogan y los generales, las ansias de estos de cruzar la frontera del Kurdistán son inseparables de la disposición de aquel a dar el visto bueno. La mancha del desastre iraquí ha vuelto a crecer.