Ya avistamos al final del túnel. Porque lo hay, aunque a veces no lo parezca. A pesar de que en este empeño vamos a dejar a algunos atrás. Cualquier número que signifique ese «algunos», en realidad, ya son muchos. Demasiados. Pero es cierto que debemos enfocarnos ahora en nuestra responsabilidad individual para evitar que ese obsceno número sea decreciente. Estamos en un laberinto, al que el maldito virus nos ha condenado. Y todos los laberintos, por suerte, tienen al menos una vía de escape.

La salida, además, evoca un panorama intrigante para una economía suspendida. Podemos chocar con una vuelta a una esperada realidad que ya no exista. Una parálisis de este tipo, donde no sólo no existen ingresos sino la posibilidad fiable de prever su recuperación, supondrá un ajuste empresarial y una transformación (confiemos que temporal) en los hábitos de consumo. Todo en su conjunto provoca una inseguridad social, quizás aún latente, porque cualquier amenaza ahora está conscientemente colocada por el deber de salvar vidas.

La tentación en el laberinto es echarnos en manos de un salvador, de alguien que ejerza de Ariadna y nos conduzca a la salida. Sanos y salvos (lo más razonablemente posible). Un papel que en este tipo de crisis debe realizar el estado. Mediante su delegación ejecutiva, el gobierno.

Conviene no olvidar que el estado surge como una proyección de la propia sociedad, no de forma independiente ni preexistente. Es la sociedad quien lo construye, financia y, en última instancia, otorga carta de mandato. En medio de una crisis tan fulgurante como la que vivimos, la principal obligación del estado es asistir a la sociedad civil. Y, en último lugar, sustituirla solo en la medida que sirva para poner en funcionamiento lo antes posible los recursos que la propia sociedad tiene.

Es algo que estamos viviendo: ante una inacción inicial del estado (en todas sus formas) la sociedad se juramentó para combatir al virus. No hay mejor ejemplo que la labor de esos sanitarios (en sus más amplios términos) a los que llamamos «héroes», más para sentirnos bien en el reconocimiento y para eludir pensar en porqué nos hemos visto forzados a calificarlos así. El sistema sanitario funciona porque sus profesionales lo hacen. El estado «solo» debe asistirles. Y ha llegado tarde.

Por supuesto, la maquinaria del Estado ya ha reaccionado. Si bien no en todos los ámbitos (creo que es inconcebible la negativa a una exención o moratoria sustancial en los impuestos), era lógico que así lo hiciera. Por dos razones fundamentales: una, porque ahora mismo es el Estado quien puede movilizar los recursos suficientes para suplir la falta de demanda que provoca la crisis; y dos, porque en su forma ejecutiva, ha recibido el plácet de todos los partidos (hasta ayer) para usar todas las herramientas necesarias, y constitucionalmente previstas, en esta lucha.

Claro está que la concesión de poderes absolutos nace involuntariamente: ha sido el virus el que ha cruzado a una solicitud extraordinaria. Por eso ha sido apoyada por todos los partidos. Lo cual no les inhabilita para la crítica, por cierto. Sí para el obstáculo, que sobra y mucho. No hay peor que ser el invitado al que el anfitrión tenga que echar de su casa cuando la fiesta ha terminado.

Ocurre que nunca una capacidad tan amplia ha sido inocua. Las decisiones que se tomen ahora, bajo el manto de esos amplios poderes, tienen que tener dos requisitos: ayudarnos a salir de la crisis sanitaria (salvando el mayor número posible de vidas) y asumir su temporalidad. Cualquier medida extraordinaria nace para morir cuando cumpla su finalidad.

El Estado, a través del Gobierno, tendrá un protagonismo decisivo en la superación de la actual coyuntura. Pero yo añado: faltaría más. Para eso lo hemos facultado. No entenderíamos que se intentará extender determinadas medidas o (como ya he pasado) imponer cambios relevantes en medio de una crisis de tal calibre.

Por su naturaleza, el Estado es glotón. Necesita mucho para vivir y le gusta ocupar el terreno que pisa. Esta crisis no está puesta en el camino para propiciar cambios políticos. No. Si, como dicta toda lógica, no hay origen político en la desgraciada llegada del virus, no debería haberla en su retirada. La sociedad civil, en realidad, no ha perdido su sitio. Sólo está prudentemente recluida. Por una sola finalidad.

*Abogado. Especialista en finanzas.