Iba a encabezar estas líneas con un «vaya por delante que». Pero, vaya, he decidido no caer en esa tentación. Porque se acerca peligrosamente a la autocensura, y ya hay suficiente con las imposiciones que asumimos diariamente. Por eso, pese a que trataré el tema de la violación en Pamplona, no perderé un minuto en explicar mi posición u opinión sobre la sentencia, el voto particular y las circunstancias sociales que han revoloteado sobre los momentos posteriores al conocimiento del fallo judicial.

Tampoco es que sea gratuito. Tengo mis motivos: mi opinión no deja de ser una más (y creo que ya tenemos un empacho de ellas) y, si la explicito, muchos (pero no todos) tenderán a leer estas líneas desde la perspectiva que tienen sobre el asunto y en función de lo que ya esté escrito. Me equivocaré, pero de sesgos y tendencias andamos sobrados.

Hay algo profundamente natural en que la reacción social mayoritaria esté teñida de rabia e indignación social. La naturaleza del crimen, la repugnante actitud de los condenados y el hastío común hacia una violencia contra la mujer que tiene muchas formas y que encuentra, en su verbalización, un muro de excusas. Había cierta culpabilidad implícita en el comportamiento de estos asalvajados: reos de nuestra ira y de nuestra frustración.

Toda esa sensibilización colectiva, en realidad, no nos da la razón porque el mero hecho de sumar cabezas. Es más: nos reduce a muchedumbre enfurecida. En la que supura el estímulo de la venganza, atizada, paradójicamente, por la sed de una justicia que creemos negada. Esa suerte de comunión en el deseado castigo nos convierte, sí, en una turba. Ocurre que, sin embargo, a ninguno, individualmente, nos gusta sentirnos parte de ese gentío. Pasados los arrebatos, no queremos saber que somos solamente irracionales, nos horrorizaría conocer que hemos sido la mano que ha condenado a un inocente. En frío, fíjense, han arreciado las críticas al trabajo de una institución como el jurado popular en un caso con terribles paralelismos. Es decir, conspiramos para salvarnos de nuestros propios errores de juicio…

Por eso nos dotamos de instituciones. En muy resumidas cuentas, tres: los tres poderes del Estado. Que, además, tenemos de sobra comprobado que funcionan mejor separados, y que sirven de contrapeso entre ellos para evitar excesos de poder. Sólo que, en todo lo que rodea a la sentencia de ‘La Manada’, el poder político se ha olvidado su papel como institución y ha pedido el divorcio como parte de la separación de poderes. Han jugado a sus intereses propios, poca sorpresa.

De la izquierda, ya esperábamos su reacción. Siempre (pretendida y figuradamente) al lado de las víctimas. Siempre que estén dentro de la esfera de los que definan como «victimizados». No han tenido empacho en divorciarse de su papel institucional haciendo llamamientos al «veredicto social» y encomiendas a que los jueces deben «oír el clamor social». Si usted respeta las libertades individuales y colectivas, debiera estar temblando. Nuestra justicia debe ser ciega (y sorda) precisamente para asegurar los derechos de todas las partes en el proceso. Independientemente de clamores o venganzas, más aún de los que hace poco denunciaban la práctica de «legislar en caliente».

A la derecha, los populares han hecho honor a su nombre y han visto la oportunidad de ese reconocimiento social que tanto anhelan. Recuperar el pulso de la calle criticando sentencias y señalando jueces no es popular, es mero populismo. Indefendible la posición de un ministro de justicia que tira la piedra en un acto de cobardía institucional: por su reacción previa, si la conocía; por su «denuncia» posterior, ejemplo de amedrentamiento bolivariano y señalamiento sin pruebas.

Olvidamos que los tres jueces sólo tenían la obligación de juzgar este caso. No de cambiar la legislación que aplicaban, ni de realizar un análisis del porqué de la violencia -física y sexual- contra la mujer. Juzgaban un caso, no nuestra cultura.

Sí, para mí la intimidación que se expone en la sentencia (una vez leída) es suficiente para que el tipo aplicable sea el de la violación. Pero no he visto las pruebas ni he enjuiciado el caso, así que debo esperar, y sobre todo confiar, en que sentencias superiores confirmen o denieguen mi visión. Así debe ser, porque «cuando una multitud se toma la atribución de identificar, juzgar, condenar y ajusticiar, destruye un gobierno que muchos, han luchado por establecer y defender» (‘Furia’, Fritz Lang. Ni se imaginan el argumento, búsquenlo por curiosidad).