Que Míster Trump fuera a comportarse como un matón de discoteca con sus fronteras, agarrado a su cordón de terciopelo en forma de política, que quieren que les diga, sorprendente no es. Ahora bien, que Europa empezara a jugar al mismo juego, pues, en realidad… tampoco. Cuestión distinta es que esperásemos raseros distintos en ambos lados del charco. Cuestión, repito, de (falta) de perspectiva.

De otro modo se hace difícil explicar el vergonzante silencio generalizado en Europa hacia la terrible e insolidaria decisión de Italia de impedir la entrada del Aquarius. Por no hablar de las declaraciones acerca de la necesidad de un «censo» de gitanos que el jaleado ministro Salvini soltó impunemente días después de la primera decisión, creando --con toda conciencia-- un estado público de agitación. El populismo, tan barato y sin entender de colores, ha venido para quedarse.

El «efecto llamada», las violaciones en ciudades centroeuropeas de acogida, los puestos de trabajo «robados» o el coste para las arcas públicas. La alegría en la llegada, la presencia de móviles o las costumbres de los llegados. «Acoge tú a uno en tu casa». Todos esos argumentos, excusas de mal pagador, sólo dicen una (primera) cosa de nosotros mismos: somos racistas. Por supuesto, a casi todos, que nos digan eso en la cara no nos gusta. Asumo que existe una minoría que abrazará el calificativo con mezcla de orgullo y soberbia. Allá ellos.

No me valen las explicaciones económicas o culturales que intentan justificar la negativa a la acogida. La sostenibilidad de una sociedad no depende de un número de inmigrantes, que nunca serán mayoría. Es innegable que debo existir una regularización de inmigrantes, un control de la entrada, como por supuesto es cierto que no debe permitirse la «auto-creación» de guetos ni la imposición de costumbres que atenten contra nuestros principios sociales y democráticos. Pero, si se fijan, eso son problemas derivados de nuestra primera obligación, que no es jurídica ni política (por supuesto, nada ideológica) sino humanitaria: reconocer que los que llegan lo hacen por necesidad y que debemos acoger e integrar, de la mejor forma que podamos como sociedad.

El conflicto del Aquarius o los campos en Estados Unidos son imágenes muy poderosas. Como lo fue la triste foto del niño Aylan. Pero son eso: imágenes. Quiero decir que no comprenden una realidad más compleja y mucho más amplia de lo queremos pensar o creer. El derecho a buscar un futuro mejor está en todos nosotros (es un mínimo: no quiero ni pensar en aquellos que solamente emigran huyendo para salvar sus vidas) y no veo por qué el nacimiento --pura cuestión de azar-- nos otorga unos derechos básicos diferentes.

Parece evidente que la prolongada crisis económica ha golpeado a muchos ciudadanos europeos, moviendo el suelo en que nos movíamos y cercenando opciones de presente (y futuro). Pero eso no debiera servir de coartada institucional ni de limpieza de conciencia colectiva. Lo demás (lean arriba) es populismo.

No quiero caer en un «buenismo» desfasado ni en lanzar unas líneas vacías pero llena de buenas intenciones. Creo firmemente que el mundo se hace más pequeño y que los movimientos migratorios (para nada propios de nuestra época) aumentan y pueden generar tensiones sociales y, sí, raciales. Nuestro día a día está dotado de soluciones, sin embargo, para que los posibles problemas o choques no nos hagan olvidarnos del sufrimiento de otros.

El tríptico de El jardín de las delicias, archiconocido cuadro de El Bosco, muestra en su panel izquierdo el paraíso. El edén. A primera vista, una escena llena de paz en confrontación con el resto de los paneles, muestrario de lo peor de la condición humana. Pero su visión deja algo inquietante: el mal habita también en él, en forma de miedo.

A lo mejor, lo segundo que dice de nosotros el rechazo es que somos conscientes de nuestro privilegio, de ser dueños y habitante del edén. Con carné y pasaporte. Por eso queremos preservar territorio y derecho. Como esos porteros de discoteca que limitan el acceso aunque dentro, curiosamente, no haya nadie. Porque «están» en su derecho, destilando terciopelo en sus venas.

*Abogado. Especialista en finanzas.