Autor teatral

Ayyyy...! Perdonen este suspiro desconcertado e impotente que me sale de donde me tiene que salir. Ya se imaginan... Tal desfogue --cuerpo y alma-- es por escribir este artículo en una mesa de café --ni será el último--, mientras mi paquete --cigarrillos, siempre--, levanta una muralla difusa, pero férrea, contra los funcionarios enarbolando catalanas y mantequilla, con jamón de York, mientras el menda se siente Pepe Hierro, pero sin poemas que llevarse a una copa de chinchón. Si éramos, si Extremadura fue única, se lo debía al tiempo escarchado en un chorizo de pelona, pero no a correr y que el estresis --estrebejí-- nos hiciera tan gamos como a una gacela. "Cosas de la globalización y progreso", me dice Benito que sabe de tostadas y de funcionarios/as.

A lo mío, que es lo que prometí: hablar de Terenci mientras me quedará una gota en el tintero. Terenci es Cleopatra, operado de Ramonet, contiguo al Barrio Chino, en una pirámide de putas, chulos y maricones. Ya nació preñado de posguerra y crecido en el Mediterráneo gris, de una España de oscuros y clavos negros. Como casi tantos, pero no como todos. Niño mariposa, feo efebo patoso, que sólo miró un balón de fútbol, por si debajo de la patada se pudiera adivinar la ingle del muchacho que él nunca pudo ser. Maricón. La crisálida rompió, y se aseguró el Ramonet, de ponerse a salvo de tantas nubes, en cines de barrio, donde llevar amores y despechos de estrellonas a la sábana fría y sola del adolescente maldito. De ahí, del gusano, al "enfán terrible , el que nada tendría que perder y sí mucho que decir. La huida como vida, la escritura como alimento. Egipto como sueño, en decorados de mármoles hirvientes, mientras esclavos rubios --de ébano, que hieren al sol-- le abanicaban con plumas o se las quitaban, mientras le escaldaban de placer: No digas que fue un sueño. El se lo inventó. El sueño y la prosa abigarrada, barroca de extenuación, como si el mismo Terenci/Ramonet no quisiera darle tregua, porque de otra forma, ese mundo a las orillas del Nilo, le hubiera devuelto a la plaza de la Raja, al niño marica y enfantaseado; a su desvirgamiento en un servicio de mala muerte, al olor a pintura y a putas que su padre y el lupanar de Barcelona le tenían guardado como el tesoro de su existencia.

Terenci escribe con plumas porque las tiene, porque son rosas prendidas en su rencor. Como Gala, pero nunca como Genet, que sólo recuerda de ellas las espinas, aunque las dos estén en el mismo tallo. No me interesa tanto su obra --tan reconocida-- como su vida y, por lo tanto, su persona. Habla en sus memorias del amor absoluto, del amor fiel, como esa madame Buterflay, con alas de traición y lloros. Vivió --dichoso-- en su gran pantalla los amores que él tuvo. Fue fiel a sus hombres y a sus ducados. Ni por la muerte dejó al último de ellos. Rosa y dragón, para un hombre que se destapó por el culo y por el alma, rosa y dragón para una escritura hermosa y hecha. El día en que murió Marylin tuvo que ser una premonición del día en que moriría --no Terenci-- sino Ramonet, el amante de todo: literatura, cine, hombres, amistades y vida. La rosa ya está marchita. El dragón le llevará el libro y la rosa renovada, para que lea y escriba en este día de san Jordi. Los hombres y los amores se los buscará él. Amén.