XUxna de las manifestaciones más evidentes del paso del tiempo la constituye, en mi opinión, la constatación de que acontecimientos que marcaron un hito en tu vida, en la de tu propia generación, se convierten al cabo de unos pocos años en apenas unas líneas en los libros y manuales de historia, en breves referencias en los textos escolares manejados por las generaciones posteriores.

Sucesos hoy considerados extraordinarios, mañana apenas serán conocidos por quienes no los han vivido personalmente, que suficiente tendrán con almacenar en la memoria sus propias vivencias.

Por eso quizás convenga recordar que --justamente hoy-- se cumplen treinta años del triunfo de las más incruenta, más alegre, más fraternal de todas las revoluciones: la revolución de los claveles , que en Portugal, en apenas unas horas, arrojó al basurero de la historia un régimen político, el salazarismo, que incluso superaba en beatería y negrura al que sufríamos los españoles; una dictadura, la salaracista, que en su megalomanía enviaba por cuatro años a sus jóvenes a luchar en unas injustas guerras coloniales en Africa, en las que miles de ellos perecían o sufrían graves mutilaciones.

Quienes visitamos Portugal repetidamente a lo largo de las semanas siguientes a la emisión radiofónica, en la madrugada del 25 de abril de 1974, de la maravillosa Gr¢ndola Vila Morena , que sirvió de consigna para que arrancara la revolución, podríamos contar mil y una anécdotas de lo que en esa tierra amable y acogedora vivimos en aquellos días de primavera.

El paso por la frontera española, junto a Badajoz, no era precisamente ligero. Unos siniestros funcionarios policiales de bigotillos delatadores tomaban tu pasaporte y consultaban las tenebrosas listas negras de proscritos, a los que la dictadura franquista no permitía la salida de nuestro territorio.

Si obtenías la correspondiente autorización, el encuentro con los guardinhas portugueses, aún bajo las antiguas normas, no era menos moroso.

¡Cómo no recordar los prolijos cuestionarios que había que cumplimentar aunque sólo pretendieras llegar hasta la vecina localidad de Elvas, para comprar medio kilo de café y unas cuantas toallas de baño!

Pero no insistamos en lo miserable. Y traigamos a primer plano de nuestra memoria aquella alegría inmensa que encontrábamos en las calles, plazas y rincones lisboetas, aquellos claveles rojos que aparecían por doquier, aquella fraternidad que notabas en las miradas, la felicidad contagiosa que producía la libertad recobrada.

Recordemos a aquellos amigos desconocidos que te invitaban a una copa de aguardiente en esa pastelaria en que la habías pedido, al percatarse de que eras español. ¡Mientras, aquí, la gente de orden que tanto abunda aún en nuestra tierra, extendía el infundio de que los españoles eran mal vistos por nuestros vecinos, incluso agredidos! ¿Habrá peor maldad que la que es fruto de la ignorancia?

Sin embargo, no todo fueron mieles, ya es sabido. La izquierda, como tantas veces y en tantos lugares sucede, pronto se dividió, y muchos de los logros sociales de aquellos primeros meses se fueron perdiendo a lo largo de los años.

Los míticos capitanes de abril , auténticos protagonistas de la revolución, fueron condenados al ostracismo. Algunos, incluso, a prisión. Pero, por encima de todo, en la actualidad prevalece una certeza: que como dijera la memorable canción de Zeca Afonso, en Portugal, convertido hoy en un país joven y moderno, plenamente integrado en Europa, se encuentra "em cada esquina um amigo".

Portugal, sí, es la tierra de la fraternidad.

*Profesor