El aleteo de una mariposa en Tokio puede producir un huracán en Nueva York". Así definía el matemático Edward Lorenz lo que en teoría de sistemas se conoce como "la dependencia sensible a las condiciones iniciales" o "efecto mariposa". Es decir: que un mínimo cambio sufrido por uno de los elementos repercute excepcionalmente en el conjunto de la organización. Esto es posible porque todo está conectado, íntimamente ligado por unas relaciones bidireccionales donde causa y efecto diluyen sus fronteras, donde lo aparentemente imposible --por improbable-- acaba haciéndose realidad debido al efecto multiplicador de ese intrincado haz de interacciones que conectan las partes para formar el todo.

He ahí la globalización, un mar de redes, una red de mares con mil puertos que se conectan entre sí por un clic de ratón o un golpe de pantalla. Nos movemos a mil por hora sobre una superficie --el Planeta-- antes inabarcable, y hoy todo se hace grande, masivo, inmenso como la mole humana movida a velocidad insomne por tierra, mar o aire. Las alegrías antes eran íntimas, vividas intramuros del pueblo o la aldea, en el reducto amable de lo cotidiano. Pero hoy lo cotidiano es compartido, la aldea es global --lo dijo Mcluhan -- y tanto las alegrías como las penas se elevan a enésima potencia para recordarnos que hemos borrado las distancias agigantando los sentimientos, las cuitas y los desvaríos.

XNO SOLOx la alegría es global. El miedo también lo es, y por eso el terror inflingido sobre dos Torres Gemelas convulsionó nuestra siesta durante aquel septiembre distinto. El miedo --global ya, agigantado exponencialmente-- también circula por las venas del presente: por sus rutas aéreas y sus rápidas autopistas, por el invisible tráfico de palabras que fluye en internet o las vívidas imágenes con que la tele nos bombardea.

Hace siglos, una gripe en Coyoacan era drama íntimo para los sufridos mexicanos y apenas anécdota para los hurdanos anónimos. Hoy, cualquier olvido alumbrado por la linterna mediática se convierte en actualísimo recuerdo, de ahí que un constipado retransmitido en prime time adquiera el rango de pandemia ante nuestros asombrados, timoratos, dislocados ojos.

Allá en la olvidada Centroamérica ha mutado un virus que mata sin fronteras, porque no sabe la muerte de cuentas corrientes, capitales y desarrollismos baratos. Por eso, quizá, porque amenaza el virus letal la vida de Occidente hemos lanzado alarmas mediáticas con denuedo. Pero nunca gritan esas alarmas los cotidianos dramas que transcurren al otro lado de nuestra burbuja, allá en la perdida Africa central o en el Amazonas salvaje. La amenaza inminente es titular seguro, y cuando las fronteras físicas --el Atlántico-- se superan con tres películas y dos siestas en clase bussiness anda asegurado el contagio y la expansión de cualquier cosa, sea buena o mala, por todo el planeta.

Ahora nos va quedando aquí el temor al estornudo letal, que puede aguardar al otro lado de la esquina. Y si vivimos de la industria del cerdo, a la preocupación anterior se nos añadirá el miedo de que por el porcino apellido de la enfermedad se adelgacen nuestras ventas. Porque en el gripado o griposo mundo rico ya se plantean dos cruzadas contra el virus: una biológica que controle su mutación, y otra económica que mitigue los desastres materiales de su salvaje incidencia. Siempre hay, a este lado amable y afortunado de la burbuja, una estrategia de marketing, un bullicio de fachadas, un mercadeo de etiquetas, un trasiego terminológico como respuesta a cualquier desafío.

Pero cuando mañana Coyoacan se libre de su gripe, y la tempestad haya pasado, volverán las ofrendas de los narcos a poblar de balas y tabaco los altares de la Santa Muerte. Y México regresará al silencio de la historia, a las bambalinas de una actualidad que nunca deja de mirarse el ombligo.