Cuando el filósofo francés Jean-François Lyotard escribió "La condición postmoderna" (1979) quedaban aún diez años para que cayera el Muro de Berlín y para que naciera Internet, dos de los acontecimientos que han marcado un cambio de era. Sin embargo, su obra, a ratos densa y compleja, ofrece muchas reflexiones de una lucidez extraordinaria que anticipan problemas importantes en las nuevas sociedades contemporáneas.

Hablando de la teoría de juegos aplicada a las instituciones científicas, afirmó: "No se tienen en cuenta a los investigadores cuyas 'jugadas' han sido menospreciadas o reprimidas, a veces durante decenios, porque desestabilizan demasiado violentamente posiciones adquiridas ... Cuanto más fuerte es una 'jugada', más cómodo resulta negarle el consenso mínimo justamente porque cambia las reglas del juego sobre las que existía consenso".

Lyotard califica este comportamiento como "terrorista", definiendo "terror" como la "eficiencia obtenida por la eliminación o por la amenaza de eliminación de un 'compañero' del juego ... Este compañero se callará o dará su asentimiento no porque sea rechazado, sino porque se le amenaza con ser privado de jugar ... Adapte sus aspiraciones a nuestros fines, si no...".

Qué poco podía imaginar el filósofo francés en 1979 que estaba definiendo con precisión matemática una de las causas fundamentales de la decadencia de los partidos políticos clásicos: los militantes más audaces son menospreciados y reprimidos, porque hacerles caso supondría una gran desestabilización del statu quo, siendo así eliminados literalmente de la vida interna de la organización. Lyotard lo calificó bien, sin saberlo: terrorismo de partido.

Lo que habría que preguntarse es si esto pasa solo en las organizaciones políticas. ¿Los profesores universitarios mejor situados son los más innovadores o los más proclives a asentir las normas de quien manda? ¿Los funcionarios que más prosperan son los que proponen más cambios o los que se adaptan a la rutina gris y vacía del ritmo administrativo?

SI APLICAMOS estas preguntas a todos los ámbitos de la sociedad, vamos encontrando coincidencias que nos obligan a una pregunta de mayor enjundia: ¿esto ocurre con más contundencia en el sector público o en el privado?, ¿es posible que la audacia sea premiada en el sector privado y castigada en el público? Y si, como parece, es así, ¿por qué? ¿No sería esta una de las grandes transformaciones que nos harían mejor como país?

En el PP existe un debate soterrado --y muchas veces no tan soterrado-- sobre el liderazgo de Mariano Rajoy desde, al menos, 2008. ¿Qué habría pasado si se hubiera tenido que enfrentar a la corrupción un líder menos involucrado en ella? ¿Otro interlocutor sería capaz de superar el bloqueo político en el que estamos?

En el PSOE ha habido un fuerte debate durante los últimos años. Un porcentaje significativo aunque minoritario de los militantes pedimos en 2011 que Rubalcaba no fuera secretario general y que eligiéramos al líder entre todos, y en 2014 dijimos que era necesaria una refundación. Rubalcaba tuvo que irse en poco más de dos años, la fórmula "un militante un voto" se acabó aprobando a regañadientes tres años después y la refundación que pedíamos hace dos años parece cada vez más inevitable. Todo tarde. ¿No hubiera estado el PSOE mejor preparado para este momento si nos hubieran hecho caso en 2011, 2012, 2013, 2014?

Y más: ¿existirían Podemos y Ciudadanos si PP, PSOE e IU hubieran llevado a cabo las transformaciones necesarias y propuestas por sus minorías más audaces?

Lo peor, quizá, no es que en las organizaciones políticas imperen las dinámicas conservadoras, sino que una vez que se evidencia que esas dinámicas eran equivocadas, todos los que las defendieron continúan en los espacios de poder decidiendo las rutas del futuro, y las minorías que acertaron continúan marginadas y estigmatizadas. Es fácil de entender, pues, que los partidos clásicos hayan perdido más de diez millones de votos, y que no parezca sencillo que los recuperen.

A Lyotard no le habría sorprendido absolutamente nada. El terrorismo de partido existe, y mientras esto sea así, la innovación está desterrada de la política y, me atrevo a decir, de todo lo público. Cuando asumimos que los poderes económicos le han ganado la batalla a la política, deberíamos preguntarnos si quizá una de las causas es que ellos admiten sin problemas la innovación cuando se trata de ganar más dinero, mientras que la política la expulsa de su seno cuando se trata de ganar más democracia y más eficiencia en la gestión del bien común.