El bloqueo del Parlamento catalán ha sido una vergüenza inadmisible. Dirán los indignados implicados que también lo fue la carga policial que se produjo el 27 de mayo contra los acampados de la plaza de Cataluña y se saldó con 121 heridos. Y lo fue. Pero el paralelismo no neutraliza la brutalidad, sencillamente la multiplica por dos. Como unos días antes el alcalde de Madrid fue increpado en plena calle cuando se dirigía a su casa en compañía de su familia, y Cayo Lara también sufrió lo suyo cuando se sumaba a una acción contra un desahucio en Madrid, podemos concluir que o bien una parte del movimiento 15-M se ha radicalizado por los caminos de la violencia o bien los violentos han encontrado en esa movilización pacífica un escenario propicio para desfogar su furia. Sus portavoces se desmarcaron inmediatamente de las agresiones a los parlamentarios con una clara condena de la violencia empleada. "No nos representan", dijeron a través de la red. La rapidez y la contundencia con que lo hicieron, y la pequeña historia de su movilización, capaz de reunir durante semanas a decenas de miles de ciudadanos a lo largo y ancho del país sin que hasta ahora se hubiera producido ningún brote violento, los avalan. Pero no les exime de responsabilidades futuras.

En lo inmediato, la policía autonómica debería identificar y poner a disposición judicial a los autores materiales de las agresiones producidas, y los políticos agredidos deberían cuidar sus mensajes para no criminalizar por la acción de unos al conjunto de los movilizados. Si ellos exigen que la corrupción individual no se utilice para estigmatizar a las formaciones en las que militan los corruptos, y menos al conjunto de la clase política, deberían emplear la misma vara de medir para juzgar a los otros. Y en el futuro próximo los responsables del movimiento 15-M deberán cuidar la convocatoria de sus manifestaciones, quizás tengan que pedir algún consejo a los sindicatos que atesoran experiencia en la materia, sobre todo teniendo en cuenta que el marcaje a los políticos parece haberse convertido en una vía de acción con la que mantener vivo el espíritu que nació en las plazas.

De lo que sucedió el miércoles cada cual debe extraer sus conclusiones. El movimiento 15-M ya sabe cuáles son las líneas rojas que no debe atravesar si no quiere que sus reivindicaciones se ahoguen en el ruido de la bronca y si no desea que se esfume el capital de simpatía ciudadana acumulada en este tiempo. Y los partidos políticos ya han podido comprobar que la disolución de las acampadas no ha significado ni el fin de la movilización, ni el abandono de sus reclamaciones, ni la desaparición mágica de los motivos de la indignación. Esos permanecen, tozudamente, como la crisis, los mercados y algunos imputados por corrupción en unos escaños que pagamos, indignados, entre todos.