Las campañas electorales son semi infinitas: se sabe cuándo acaban, pero se ignora cuándo comienzan. Tengo la impresión de que en este país vivimos en una permanente campaña, y el periodo oficial es un breve suspiro, algo así como la apoteosis final sobre el escenario, pero cuando ya llevamos varios meses de representación y casi nos sabemos los números musicales de memoria.

A medida que nos acercamos al periodo oficial y el candidato entra en celo, se van asomando los componentes de la moda electoral de este año en el variado campo de la promesas. Por lo mucho que he leído, parece que este año se va a llevar mucho la oferta de pisos. El aspirante a alcalde o a presidente autonómico que no lleve en la carpeta una oferta de cientos o de miles de pisos, según el padrón, a cuenta de canciones, no se va a comer una rosca. Esta temporada se lleva la promesa de pisos, pero larga, casi hasta el tobillo, de tal manera que, después de las elecciones, el que no tenga piso será alguno de esos extravagantes que prefieren vivir en un remolque, con un cabra que ramonea por los alrededores de la orilla del río.

Recuerdo otras pasarelas electorales en los que se llevaba la mili corta, muy por encima de la rodilla, hasta que se suprimió, sin un debate, sin una reflexión, pero aquello dependía de una medida administrativa, mientras que lo del ladrillo es bastante más complejo, a no ser que se decrete la supresión de la propiedad y Cuba nos envíe un grupo de expertos para convertir palacetes en apartamentos proletarios, y viviendas unifamiliares en acogedores hogares para cinco familias.

Eso de que a los pueblos los mueven los sueños sería antes. Los expertos en sociología han llegado a conclusión de que lo que mueve a los pueblos es una hipoteca que no haya que pagar. Comparas esta publicidad con la de la lotería, y hay que reconocer que la de la lotería es más imaginativa y más honrada.

*Periodista