Es fácil que todos tengamos armada una rápida respuesta para esta pregunta. Pero será más intuitiva que reflexiva, puesto que en realidad no parece de sencilla respuesta. Porque aquí, en primer lugar, no hablamos exclusivamente de una cuestión jurídica. De la que además me gustaría huir en estas líneas porque seguro hay muchos que pueden explicarlo con mayor profundidad y conocimiento.

Está claro que el exilio (en mi opinión, forzado) de Juan Carlos I se debe a la posibilidad, o en el peor escenario, probabilidad, de una eventual investigación judicial por los negocios no aclarados de los que la prensa ha dado cuenta en los últimos tiempos. Se ha decidido que la «cobertura» constitucional de su inviolabilidad como monarca desde luego no era suficiente para salvar los años en los que el monarca ha asumido la condición de emérito. Y por ello, fuera de la salvaguarda legal de carácter especial. Pero sería un exceso concluir que es un movimiento defensivo o de elusión de la justicia española.

Porque, más allá del carácter constitucional de la no perseguibilidad del Rey (clarificado por el Tribunal Constitucional), no podemos asegurar que la inmunidad sea absoluta. ¿Cubre, por ejemplo, el asesinato? Cuando menos, dudoso. Pero, por más que parezca una posibilidad estrambótica (lo es), debe tenerse en cuenta dentro de la definición de la particular protección de la figura.

Porque esa es la segunda derivada: la previsión constitucional hace diana en una institución y no sólo en la dimensión personal. Lo que se protege es la figura del Rey, en su mandato, y solo en extensión a la Casa del Rey entera. ¿Si el exilio logra evitar que Don Juan Carlos sea investigado o entorpece la acción de la justicia española pensamos que eso no supondrá un golpe severo a la monarquía española? Dado el actual estado de las cosas, y la persistencia de los agitadores antimonárquicos (el ruido y la furia), es complicado no pensar en que se desataría una campaña para socavar al actual y modélico monarca. Por no hablar de otras jurisdicciones (ejemplo: Suiza) donde en el supuesto de comisión de algún delito no existiría la barrera prevista en nuestra ley suprema.

La crisis actual se basa en el inevitable (y prácticamente generalizado) reproche a la actitud del monarca emérito. Cuando en un sistema democrático se otorgan prerrogativas legales superiores a las del ciudadano común se conceden, básicamente, para la protección y mejor servicio de éste. Por duro que suene, eso obliga a que toda la vida del beneficiado, en este caso el Rey, se vuelva enteramente «pública». No, el Rey carece de vida privada en lo que a la ejecución de su cargo se refiere. Por supuesto, puede ir al cine, jugar con sus hijos o hacer una cena con los amigos que le plazca sin ser molestado. Faltaría más, aunque esté lejos de ocurrir en la práctica. La intermediación en contratos para el estado, la realización de favores y, (recordemos que no hay proceso abierto, la cautela es la mejor de las políticas) si llegara a haber ocurrido, la evasión fiscal, son actos que pocos considerarían cubiertos por la esfera privada para un jefe de estado.

La clave del fondo de la cuestión es que la legitimidad de la institución se basa en responder frente al pueblo soberano. Esta rendición de cuentas contiene dos aspectos que explican por sí solos el abandono de Juan Carlos I. Primero, la ejemplaridad. Aquí sí vale el no serlo sino parecerlo. Ante la obligación de esclarecer algunos asuntos que lucen turbios, sin eliminar la opción de que no lo sean, se conculcan el patrón con el que debe conducirse el monarca. Segundo, la coherencia de los actos públicos con los intereses generales, que parece haber quebrado

Llegados a este punto, conviene hacer dos recordatorios para que muchos no se (o les lleven) a engaños. La monarquía no es la única que ha sido merecedora de atributos legales especiales. También una clase política que ha hecho uso y abuso de los mismo y donde la corrupción está lejos de ser puntual; además, se esquilman fondos públicos.

Para los populistas de salón y manifestación, recordarles que un borrón se puede solucionar con una reforma constitucional cuya promoción está dentro de su cargo. Porque los aquelarres es mejor dejarlos para aquellos que no deban ser, siempre, igualmente ejemplares. H