Hay un hilo muy fino, pero perceptible, que liga a muchas novelas que han usado a Extremadura como trasfondo; histórico, geográfico o sentimental. Un relato de terrenos duros, de supervivencia costosa y gentes (en apariencia) simples y (por fuerza) abnegadas. En realidad, un perfecto ejemplo, hecho de tierra y carne, de una sociedad aún anclada en servidumbres herrumbrosas y miedos atávicos. Lo que nos cuentan los inocentes de Delibes, el Duarte de Cela o las yermas Hurdes sin pan, conformó durante años la semblanza y critica descripción que devino en definición de una zona del país que resultaba, por ajenidad, incomprendida.

Durante años, ese mito, el mito de la Extremadura rural, pobre y cazurra fue un escollo difícil de superar. Nuestros propios miedos regresaron ansiosos en aquel caluroso agosto del 90, en forma de una morbosa realidad que parecía sacada de una ficción de pluma negra y venganza. Un mito que se negaba a perecer.

Normal que nosotros, extremeños de otros tiempos, nos rebelemos y enfademos ante esa imagen. Durante años, hemos asistido, entre desencantados y asombrados, a la visión que, no ya el mundo, sino el resto del país tenía de Extremadura. Quien más quien menos se habrá visto obligado a explicar que esto no es un desierto, y que la alfabetización no es asignatura pendiente. O que avanzamos (a pesar del...). Como somos conocedores de una región con unas circunstancias terriblemente alejadas, en paisaje y en personajes, de aquella que las novelas describían, nos sentimos orgullosos de la tierra que habitamos, en la que nos nacimos o de la que simplemente nos hemos enamorado (ningún culpable en esta sentencia).

Aquellas circunstancias, pensamos, ya no nos definen, pero tampoco nunca fueron justas. Es sólo la absurda generalización de los que viven del prejuicio previo al juicio, del trazo grueso como única forma de racionamiento.

A todo esto, un asidero que nos ha permitido caminar por una senda del progreso ha sido, sin duda, Europa. Esa misma que vive malos, penosos tiempos para la lírica. Decía un gran profesor que el negocio del terrorista es sembrar el terror, el miedo. Y a fe mía, que esos mercados cotizan al alza.

Se nos acumulan los ejemplos: Bruselas, París, Niza, Estambul. Demasiado cerca, demasiado conocido. Algo concebido para que el miedo no nos atenace, y saque nuestros instintos más primarios de protección. Entiendo el miedo, y no parece complicado saber de dónde surge: de la indignación y de la consciencia de nuestra propia fragilidad. Aquellas delegaciones que hacemos inconscientemente como sociedad (gobierno, defensa, sanidad) deben funcionar para sentir que la rueda, mal que bien, gira.

Entiendo peor que personas formadas, libres, demócratas, hayan tomado la postura de clamar contra el Islam como una de esas hégiras que de ellos tanto criticamos. Claro está que el resumen, la reducción a un nombre, el poner etiquetas nos liberan de una forma rápida. El problema es que el mundo nunca es tan sencillo: muchas de las víctimas son del mundo árabe. Y muchos más no aceptan ni quieren caer presas del mito de un fundamentalismo radical.

Tampoco compro el argumento que el enemigo seamos nosotros. Otra simpleza, teñida de un falso humanismo occidental que parte del mea culpa como forma de culpar a otros. No se detienen a individualizar las razones sino de nuevo en un debate interno hecho de la paranoia de pensar que atacar al Islam es atacar a todos sus pueblos. Y del interesado señalamiento del rival político de turno. No creo que sea un crimen admitir que somos miembros de sociedades más avanzadas porque aquí las mujeres o los homosexuales tengan plenos derechos, cosa que no ocurre en muchos de los países donde se ocultan los que, malnacidos, nos atemorizan. Para mí, cualquier sociedad donde se ataque al diferente, no cabe en una concepción lógica.

Queramos o no, estamos en guerra. Pero no es contra el Islam como religión, ni contra cualquier que profese esa religión. Como tampoco con quien compartes democracia, valores e ideas pero no ideología. El mito, el que sea, es tentador: crea los malos. Da respuestas sencillas y rotundas a fenómenos lejos de serlo. Sirve en bandeja de plata la solución sin matices ni dobleces. Te regala, gratis, la dosis justa de ira y a quién señalar.

Pero es eso, un mito. Porque nadie es únicamente hijo o deudor de la tierra que habita. ¿O no?