Entre todos hemos construido el laberinto griego. Lo que ha pasado en Grecia es culpa de sus gobernantes y de sus gobernados, pero también del sistema financiero y de la forma en que Europa ha tratado desde hace tiempo a un país que, como Estado moderno, es más joven que Estados Unidos --en el 2021 cumplirá 200 años-- y que hoy tiene poco o nada que ver con la patria de Homero, Aristóteles y Platón .

La imagen que hasta ahora hemos tenido de Grecia estaba gravemente distorsionada por la mirada complaciente que los europeos hemos tenido hacia la península balcánica. Esclavos del romanticismo de los siglos XVIII y XIX como éramos, allí donde había derroche de recursos, corrupción generalizada y una economía insignificante solo queríamos ver un país maravilloso poblado por personas puras que, ellas sí, sabían tomarse con filosofía la vida y disfrutar de todo lo que esta les podía regalar.

Contemplábamos embelesados un país de pueblos blancos, cielos luminosos y playas paradisiacas que había inspirado a los poetas a cantar viajes a Itacas soñadas. Un viaje de verano a las islas del Egeo o el Jónico nos servía para dejar volar la imaginación. Aquí empezó todo, suspirábamos, conmovidos, al pisar territorio heleno. Rodeados de columnas corintias y ante un mar rabiosamente azul, recordábamos extasiados que de allí provienen algunos pilares de nuestra cultura, como la democracia, el teatro, la filosofía o los Juegos Olímpicos. Queríamos creer --así nos lo habían enseñado-- que Europa era Grecia y que Grecia era Europa, cuando quizá hubiera sido más apropiado pensar que ese territorio había sido la primera cuna de Europa, nada más, pero tampoco menos, aunque hayan pasado más de 2.000 años.

XPERO TODOx eso queda ahora muy lejos. Finalmente, de forma violenta e inesperada, ha saltado a las primeras páginas de los diarios la Grecia real. De pronto descubrimos que la tierra de Ulises no era exactamente como lo habíamos imaginado. La irrelevancia griega en el contexto europeo se explica con grandes cifras --su economía representa apenas un 2% de la UE--, pero también con un repaso de su pasado más reciente.

Al obtener la independencia, Grecia no es un territorio poblado por filósofos y poetas, sino por una mayoría de pastores, agricultores y navegantes, a los que debían sumarse amplias colonias de comerciantes griegos que desde hacía siglos vivían repartidos por algunos puertos del Mediterráneo y del mar Negro. En 1821, cuando se proclama la independencia --reconocida oficialmente en 1830--, los griegos se liberan de cuatro siglos bajo el dominio del Imperio otomano.

Los griegos no lograrán la independencia solos. Su causa, surgida a la sombra de la Revolución francesa, contará con la inestimable colaboración de una Gran Bretaña y una Francia temerosas de que Rusia derrote a los turcos y se apodere de los Balcanes. De modo que el empeño de los nacionalistas griegos por recuperar el gran espacio heleno de la Antigüedad se hará en parte realidad gracias al valioso e interesado apoyo recibido de las grandes potencias europeas.

El problema de la deuda griega nos demuestra que, pese a las diferencias, la historia de vez en cuando se repite. A principios del XIX, Grecia necesitó la ayuda de Europa para desprenderse de las garras de los malvados ocupantes turcos. Dos siglos más tarde, Papademos necesita a Europa para desprenderse de las garras de unos mercados casi tan malos como los sanguinarios jenízaros del sultán Mahmud II .

Está claro que los griegos se han metido solos en el laberinto en el que se encuentran. Las clases populares viven atrapadas en un sistema de castas políticas en el que unas pocas familias manejan el cotarro a su gusto, la corrupción forma parte del juego de cada día y la economía está castigada por una deuda soberana impensable. Lógicamente, su pecado no es ser pobres. Su pecado ha sido similar al español o al italiano pero multiplicado por cien: querer vivir como alemanes con el dinero de los alemanes.

Nuestra parte de culpa, la de los europeos, ha sido ser víctimas del autoengaño que nosotros mismos hemos construido. Quedaba bien decir que Grecia era la cuna de nuestra civilización, pero de tanto repetirlo hemos terminado por creérnoslo y, lo que es peor, se lo han creído ellos. Hemos actuado con Grecia como si fuéramos nosotros los que teníamos una deuda con ellos. Y Grecia ha seguido actuando como si, efectivamente, nosotros fuéramos los deudores y como si ellos, por el simple hecho de ser griegos, tuvieran barra libre y todo el derecho del mundo a ver perdonados sus pecados.

En algunas aventuras de Tintín aparece un personaje de nombre griego que hace el papel de malvado. Es el perverso Rastapopoulos, un millonario mafioso que trafica con opio y esclavos y que se dedica a hacer la puñeta al intrépido y a menudo ingenuo reportero. Hergé siempre tuvo una habilidad especial para reflejar en sus historias de ficción personajes y escenas que parecían extraídos de la vida real. Es sabido que en los cómics, y en las películas, los buenos siempre ganan. Veremos cómo lo hace esta vez Tintín para encontrar la salida del laberinto griego.