Enfrascado en la tiranía de los mensajes del móvil, que alternaba con la lectura de las noticias del día, un titular me sacó de mi ombligo: la pequeña Valeria podrá viajar a Boston para que la curen de su enfermedad gracias a la solidaridad de esos verdaderos héroes anónimos que saben que la vida merece la pena cuanto más difícil se pone.

Y me emocioné. Qué tontería, pensé, mientras disfrutaba del café y la pulga de jamón de cada mañana al volver del colegio. Quizá se me cruzaron los nombres --una de mis hijas se llama igual-- o, sencillamente, ocurrió que la empatía es el mejor remedio contra la indiferencia ante los problemas de los otros. Pasados unos minutos, y después de leer el texto al completo, miré fijamente la imagen que habían tomado en el Ayuntamiento de Plasencia mientras Trinidad , la madre de Valeria , detallaba toda la lucha y el trabajo que quedaba aún por delante.

No hace falta que les diga que ser padre es el mayor acto de generosidad del mundo: lo entregas todo a cambio de darle un revolcón a tu vida. Al menos así lo siento, así lo viví mientras me ponía en la piel de esa familia de Carcaboso que decidió que no habría nunca que tirar la toalla. Como el Cholo : Nunca desfallecer aunque las cosas se tuerzan, nunca dar un balón por perdido... Mientras iba pasando las hojas de este diario un miércoles de abril, mi mente empezó de nuevo a navegar por la vulgaridad de los corruptos; perdón, presuntos corruptos, violencia gratuita, muertes gratuitas... Todo gratis, todo tan malo, que no tuve más remedio que volver a la pantalla del móvil a buscar algo de calma en el trabajo. No puedo decirles más. Ahí se acabó lo mejor del día.

Las esperanzas de Valeria para que, ojalá, las páginas del periódico nos devuelvan historias como la suya.