TCtualquiera que sea el resultado final del conflicto del transporte, lo pagaremos entre todos, a escote. Bien a través del dinero que sale de nuestros bolsillos, transformado en subvenciones, bien a través del aumento de las tarifas. En realidad, la subida del petróleo afecta duramente al pescador, al transportista, al taxista, al agricultor, pero igualmente aqueja al ciudadano normal, que emplea un vehículo para algo tan doloroso como acudir a su puesto de trabajo, tan inexcusable como acercar los niños a la puerta del colegio, o tan imprescindible como gestionar una representación comercial. Se dirá que existe el transporte colectivo, de acuerdo, pero si, de repente, todos, absolutamente todos, usaran el transporte colectivo, éste se colapsaría por incapacidad para responder a la demanda.

Cualquiera que sea el acuerdo para finalizar la huelga, a corto o medio plazo subirán las tarifas de transporte, y nos costará más caro viajar en avión, en tren, o en taxi, y, cuando compremos una lechuga o un tornillo -que, como está comprobado científicamente no llegan volando hasta la tienda- pagaremos algo más para equilibrar las subvenciones recibidas por el sector.

Puesto que, de todas maneras, vamos a pagar entre todos, antes o después, ¿no habría manera de evitarnos las molestias de la huelga y el espectáculo deprimente de los piquetes informativos, con su correspondiente exhibición de violencia acogotadota?

Los trabajadores del sector transportista dejarían de perder jornadas de trabajo, los empresarios no se verían enfrentados a un par de semanas de pérdidas, y los trastornos de la falta de suministros, que afectaría a todas las actividades, dejaría de producirse. A no ser, claro, que el Gobierno haya pensado en alguna solución ingeniosa, o considere que debe mostrarse firme para evitar que un acuerdo se confunda con una bajada de pantalones que pueda animar a otros retos.

*Periodista