Si de algo ha servido el coronavirus es para sobredimensionar nuestra circunstancia personal. La crisis socio-sanitaria es generalizada, pero unos están más hundidos que otros. No es lo mismo perder a un ser querido que estar libre de esa tragedia; no es lo mismo sufrir la enfermedad que librarse de ella (o no tener síntomas); no es lo mismo trabajar desde casa que en un hospital; no es lo mismo cuidar niños o ancianos que vivir solo; no es lo mismo habitar un chalé con jardín y pista de tenis que vivir confinado en un piso de 60 metros; no es lo mismo mantener el trabajo que sufrir un ERTE. Nada es lo mismo.

No éramos iguales antes del virus y no lo somos ahora, ni siquiera en cuanto a obligaciones: a la hora de ayudar a frenar esta enfermedad lo más que podemos hacer la inmensa mayoría es quedarnos confinados en casa para tratar de salvar la vida mientras los sanitarios se juegan la suya.

El covid-19 nos ha pillado con el pie cambiado y mientras algunos se afanan en encontrar los cadáveres de sus familiares, otros, los elegidos, se relajan en casa sin más compromisos que ver series de Netflix o leer libros, «ahora que tenemos más tiempo». Nonagenarios superan la enfermedad mientras jóvenes sin problemas de salud aparentes pierden la vida. Tampoco sufren el mismo contagio todos los países ni todas las comunidades del mismo país.

El coronavirus es el espejo de ese destino casquivano que premia o castiga sin motivo justificado. No sabemos si habrá venido para quedarse, como afirman algunos expertos, pero desde luego ha venido para felicitarnos o afearnos el estado de nuestra circunstancia.

Nos salvaremos, nos moriremos, nos volveremos locos o pasaremos momentos deliciosos viendo series televisivas o leyendo libros. Llamémosle suerte, destino o Providencia. El caso es que unos saldrán de esta pandemia tocados y otros, tristemente hundidos.

*Escritor.