Escritor

Hay días que no nacen de la mano de un Dios sino que parecen caerse de la garganta de Amancio Prada. Días melancólicos y de paso lento en los que es mejor no moverse de casa. Tal como hoy, en el que he decidido perder la mañana hojeando libros y comerme con los ojos esta porción de mundo que me ofrece la ventana. Abajo, en la calle, mi hija juega con sus amigas a saltar la comba. Saltan al son de una vieja copla que ya cantaran mis hermanas, y quizá también mi madre y mi abuela, quién sabe: don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo, la puso a cocer, la gente que pasaba olía a tocino: era la mujer de don Federico.

Entonces, guiado por un acto reflejo o por la mano invisible de mi ángel de la guarda, poso los ojos entre las páginas de un periódico abandonado sobre el escritorio. El titular de la sección de cultura es escandalosamente llamativo: el libro de cuentos ¿Todas putas?, es retirado de las librerías acusado de incitar a los malos tratos. Yo no sé exactamente de qué va la cosa, pero empiezo a inquietarme cuando descubro en los periódicos regionales que también por aquí hay quien acusa a los relatos de Liborio Barrera de pecar del mismo defecto. Como lo conozco y lo aprecio, me inquieta la idea de verlo envuelto en una polémica tan absurda.

Apesadumbrado, regreso al festín de la ventana. Mi hija y sus amigas siguen en la rutina de su son hipnótico: ¿don Federico vendió su espada, para casarse con una vieja dama...?

Luego, cargado de más mala leche que un artículo de Pérez Reverte, miro mi preciada biblioteca y pienso que quizás han llegado los tiempos de hacer en ella una purga, no sea que a los que se dedican a estas cosas les dé por meter las narices en libros ajenos y decidan cuáles y cuáles no debemos tener en casa.

Resuelvo que voy a esconder en el sótano los más conflictivos, por si acaso. Hasta que soplen mejores tiempos. El primer libro que arrojo al baúl es la Biblia, que en el viejo testamento no sólo hay violencia de género sino todo género de violencias. A Ovidio lo condeno por cambiar las cosas de sitio y de naturaleza. A Catulo por besucón. A Erasmo por hacer elogio de la locura. A Quevedo, por darse al sueño en horas de trabajo. El Quijote por hacer burlas de un deficiente mental. La Isla del tesoro, por incitar a la piratería. A Julio Verne por apartarse de la realidad. A Rostand por reírse de Cyrano en sus narices. A Valle-Inclán por sacar feo en sus postales a todo un señor católico y sentimental. A Lorca por el olor a gomina de sus amores oscuros. El Aleph por mirón y cotilla. A Pessoa por estafador, que siendo muchos cotizaba como uno. Las obras completas de Cela, por tirarse a la marina fuera de quintas. A García Márquez por brujo y nicromante, que al cofundador de Macondo, junto a José Buendía, lo llamó Magnífico Visbal, como una precognición de lo que se nos venía encima. A Umbral, por jugar con ninfas de carnes mortales y rosas. Y así sigo durante toda la mañana, despiojando los anaqueles de libros sediciosos, hasta que me percato que sólo se salvan de la purga las páginas amarillas del 82 y un par de volúmenes de Trías, no por honrados sino porque no hay diablo que los entienda.

Por fin, me siento a tomar un poco de aire. Pero el viento de la mañana, como para reírse de mí, sube a mis oídos la cancioncilla de las niñas jugando a la comba en la calle: don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo... Tan cansado estoy que ni levantarme puedo. Pero aún saco fuerzas para gritarle a mi mujer: ¡haz que se calle la niña de una maldita vez, que nos la confiscan, por incitadora!