Aprincipio de semana, como casi todos, yo sabía que no sabía nada, que no somos inmortales, que cualquier cosa puede pasar en cualquier momento, pero el fragor de los días, la dulce rutina y la velocidad del tiempo predecían otros siete días que desembocarían en otros siete y así, sin darnos cuenta, llegaría el verano y cumpliríamos sueños de viajes y descanso.

El martes acabé un taller literario muy gratificante, y me despedí de los alumnos prometiendo entregarles sus trabajos en unas dos semanas. Aquí mismo, en la biblioteca, les dije. Luego fui a una entrevista para La noche con Ángel y hablamos de educación, libros, hijos, y también un poco de lo que esa noche llamamos locura colectiva. El miércoles empezaron a llegar los primeros correos de cancelaciones y aplazamientos de actos culturales. Fernando Savater no vendría a Navalmoral de la Mata para los diálogos, y no hablaríamos de que reconoció la alegría por el ruido que hizo al marcharse, de su ética de urgencia, de que escribe para hacer más felices a los lectores o de su optimismo irredento.

Ya se hablaba de cerrar los centros escolares unos días, y las aulas sonaban con un rumor de folios agitándose, entre el temor de los alumnos y el olor ocre de la incertidumbre, a la que ninguno estaba acostumbrado. Aún seguían abiertas las tiendas, los gimnasios, la calle no estaba vedada a los ciclistas y corredores, a los paseantes borrachos de ignorancia, como casi todos nosotros, yo, la primera.

Todavía el viernes me despedí de los alumnos llenándoles de ánimo, monté en bici con mi hijo pequeño, fui con el mayor a devolver unas entradas para un espectáculo de magia. No quería saber ni anticipar, por más que el teatro hubiera cancelado hasta nueva orden, se hubieran suspendido las clases y los telediarios estuvieran cargados de alarmas explosivas. Luego, estalló todo.

Me llamaron de Arroyo de la Luz, pensé en mis antiguos alumnos de ese lugar donde fui tan feliz, ahora enclaustrados. Empezaron a cerrar negocios, a despedir gente, la policía municipal colocó el cartel de prohibido el paso en parques y jardines. Miré cómo lo hacían desde mi terraza, sin querer ver todavía. La gente enloqueció de miedo, y a cambio de una serenidad impostada llenó la nevera y los carritos. No podía dormir pensando en la soledad de las personas mayores, en su aislamiento. Crecieron también las iniciativas solidarias para hacer compras o buscar medicinas, casi al mismo tiempo que el virus se cebaba con las residencias de ancianos, donde para más dolor se habían prohibido las visitas.

De todo eso ha pasado solo una semana. Una semana. Ahora estamos en estado de alerta, como si ese no fuera nuestro estado habitual desde el viernes. Hay un silencio ominoso en las calles vacías. Algunos adjetivos solo se comprenden cuando su uso es estrictamente necesario. Creo que nunca había usado ominoso, ese preciso adjetivo. Ahora, sigo sabiendo que no sé nada, pero tengo un día entero para pensar sobre ello. No existen las prisas, los agobios ni los plazos. Trabajo con mis alumnos en un tiempo que tuvo fecha de caducidad y ahora parece dilatarse. Llegarán otros días, seguro. Y esto pasará. Muñoz Molina aparece en el tema que he enviado para mis clases. Escribió Todo lo que era sólido para narrar la crisis más reciente y su reflexión sigue siendo válida. Todo lo que creíamos sólido se tambalea, parece que no hay nada a lo que agarrarse. Pero sí, sí lo hay.

Existen cosas que permanecen inmutables a pesar del miedo y el dolor, como la ética de la felicidad de la que nos hablaba Savater. Después de esto, veremos quién ha dado la talla y quién no. Tratemos de estar entre los primeros. Mientras, no nos regodeemos en la incertidumbre de estos días ya de por sí inciertos.

*Profesora y escritora.