A las diez de la mañana, en una cafetería cerca de casa, veo en la barra pidiendo un Cola-Cao y uno con leche a dos muchachas jóvenes. Una de ellas no deja de mirar el suelo y el rostro de la otra evidencia preocupación. Diez minutos después, sentadas ya en sus respectivos taburetes, la que fijaba su mirada al piso, preguntándose en qué momento lo que parecía sólido y firme se había transformado en vacío, comenzaba a derramar algunas lágrimas, con calma, despacio, sin querer hacer ruido ni llamar la atención. Oigo, deformación profesional, que la amiga le pregunta si había vuelto a hablar con él, lo que niega con la cabeza, sin emitir palabra. En una estación de autobuses, sentado en el andén sobre su maleta, vestido con pantalones vaqueros, zapatos y una elegante camisa blanca, me encontré, hace unos meses, a un joven de unos veintitrés años llorando como una magdalena. Después de unos minutos observándole sin saber qué hacer, me acerqué a él para preguntarle si estaba bien o si necesitaba algo. A lo que respondió en un castellano dificultoso, era belga, que su novia, la mujer de su vida (así me dijo) le había dejado, y no llegaría a la estación, desde donde tenían planeado viajar a Alicante a encontrarse con otros amigos y pasar unos días de vacaciones. El sábado por la noche, de regreso a casa, después de una noche intensa, vi, apoyado en una pared, con una pierna flexionada y la otra con la rodilla en el suelo, manteniendo el gesto de intentar abrocharse los cordones de las zapatillas, a un joven que se había quedado ahí y en esa posición dormido. Al despertarle, pues podría quedarse helado, evidenció un estado etílico elevado, pero balanceándose se alejó camino a casa. Y pensé en el belga, y que eso mismo habría hecho al llegar a Alicante, y que tal vez la muchacha de la cafetería era su novia.