Los más altos cargos del transporte ferroviario español, Renfe y Adif, o sea, trenes e infraestructuras, han sido los primeros en señalar al conductor del Alvia como responsable del accidente de Santiago, donde al menos 78 personas han perdido la vida. Las manifestaciones de estos funcionarios, a los que se ha unido la ministra de Fomento, coinciden en subrayar el buen funcionamiento de los sistemas mecánicos de seguridad.

Todos esos pronunciamientos tienen dos elementos en común. El primero, que se producen antes de que el juez haya ordenado la inspección de la caja negra, donde se registran los pormenores del descarrilamiento tal como se vivieron en la cabina del piloto. Y la segunda, que no son oficiales, que ni siquiera tienen lugar en una conferencia de prensa institucional, lo que quiere decir que no hay aval del Estado. De la primera consideración se desprende que quizá las aseveraciones de los altos cargos son precipitadas, porque, ¿y si el tacógrafo evidenciara una anomalía mecánica? De la segunda, cabe presuponer que nadie quiere asumir responsabilidades directas, que carga sobre el maquinista.

Y es evidente que el piloto cometió un error. Aunque ahora, aconsejado por el abogado de su sindicato, prefiera no declarar ante la policía y espere a que el juez conozca el contenido de las grabaciones, es público y notorio que en el mismo momento del accidente y minutos después admitió haber circulado con un exceso de velocidad causante directo de la desgracia. No obstante, ¿en qué cabeza cabe que una empresa --pública o privada-- tome una distancia tan fría y tan liberadora de responsabilidad ante el fallo de un empleado, como si ella no tuviera nada que ver? ¿Alguien podría imaginarlo en una panificadora o en una cadena de montaje de coches?

Los ciudadanos quieren conocer los hechos, pero por encima de todo desean que no se repitan. Las comisiones de investigación tardarán mucho tiempo en echar luz sobre lo sucedido --hay experiencia en ese terreno--, pero lo imprescindible es mejorar todo aquello sobre lo que se cierna la sospecha de un pequeño fallo, de una mínima posibilidad de contribuir a que esto vuelva a ocurrir. El espectáculo de autoridades que evacúan responsabilidades con sordina y apuntan al culpable evidente --¿único?-- del accidente es sumamente inquietante.